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Asistí a misa el sábado pasado en calidad de padrino de Confirmación de un chaval de 10 años; antes de la ceremonia había un Bautismo que preside un diácono con algo de desdén: apenas en 15 minutos completa el ritual, despacha a la gente e invita a los siguientes padres a iniciar la siguiente liturgia, también llevan a un bebé a bautizar. La prisa se debe a que es el tercer Bautismo del día y debe terminar antes de que comiencen las Confirmaciones. Mientras esperamos, entra uno de los primos del chaval que acaba de ser padre y acude junto a su mujer y su pequeñito a la Misa. Ni los padres ni las madres de los tres bebés tienen más de 20 años. Y el sacristán me confirma suspirando: “Es así cada sábado”.
Al terminar el compromiso recibo un mensaje sobre un estudio a propósito de la cuestión demográfica en América Latina y en él se apunta algo que, en el contexto, parece falso o por lo menos contraintuitivo: “Cada vez nacen menos niños y nos acercamos al invierno demográfico como el europeo”.
El estudio afirma su parecer con datos concretos. Hay un colapso de la natalidad en varios países. Únicamente Paraguay y Bolivia (2.44 y 2.58 hijos por madre) alcanzan cifras de reemplazo generacional; el resto de países del continente parecen haber congelado su propio futuro: Chile y Colombia apenas alcanzan el índice de 1.0 hijos por madre; y lideran el desplome de procreación que el “Continente de la Esperanza” llegó a tener hasta hace un par de décadas.
El tema es relevante porque en algunas naciones del subcontinente, como Uruguay, ya se registran más defunciones que nacimientos; y países como Argentina, Chile y Brasil tienen tantos nacimientos como defunciones. En este contexto, hay otros fenómenos que cambian las relaciones socioeconómicas en crecimiento: la gente cada vez más opta por vivir en soledad. Los hogares unipersonales y los divorcios han aumentado significativamente, mientras los hogares nucleares y liderados por un matrimonio van en picada. Sólo México y Brasil mantienen índices altos –aunque irregulares- de nupcialidad.
Los apocalípticos podrían decir que todo el continente avanza hacia un suicidio demográfico; en parte por los cambios culturales y económicos de la sociedad moderna; y en parte por las políticas de los organismos supranacionales que, sin ruborizarse promueven una visión de “progreso económico pero sin ciudadanos que requieran asistencia o justicia social”.
Sin embargo, en aquella parroquia periférica, con tantos padres adolescentes y tantos bebés que, en un puñado de años también tomarán sus propias decisiones, parece que estas alarmas demográficas no les parecen tan apremiantes. De hecho, sus preocupaciones son más inmediatas, se trata de su propia supervivencia bajo una idea muy divulgada por mega empresarios y líderes políticos ‘libertarios’: en donde la justicia social y el bien común son ‘enfermedades’ de las sociedades competitivas y en las que sólo el más listo, el más apto y el más vival (o el más gandalla) tendrá acceso a los frutos de la meritocracia.
Con todo, sí hay algo en lo que convergen ambas realidades: Hemos dejado de soñar colectivamente. Entre las falacias meritocráticas y la popularización del “self made man” (esa persona cuyo supuesto éxito es fruto de su propia creación) en los puestos políticos y económicos de mayor impacto, los individuos corren el riesgo de creer que sus propias fuerzas bastan para remediar los males de sus únicos egoísmos. En la renovada propaganda ‘libertaria y meritocrática’, la privatización de todas las dimensiones de la vida social y colectiva son las respuestas tanto a la corrupción como al pasmo burocrático; sin embargo, si queremos que los hijos y su crianza salgan de la categoría de “un lujo prohibitivo” debemos creer en las instituciones sociales, en la justicia social, en la comunidad, en industrias y empresas que cumplan tanto con los trabajadores como con los impuestos estatales y sí incluso hay que creer en los gobiernos que tienen puesta la mirada en la colectividad.
El estudio del REDIFAM revela que los habitantes de 6 de cada 10 países latinoamericanos no están apostando al futuro, al juego largo. Su media de nacimientos no alcanza el índice de reemplazo generacional. Y tarde o temprano se enfrentarán a las crisis sistémicas de los países envejecidos como los europeos: vaciamiento de localidades, sustitución de labores en manos de migrantes, cambios culturales y riesgos sociales mayúsculos por mecanismos egoístas de pensiones, donde sólo mediante la corrupción o el apalanque se alcanzan beneficios de pensiones satisfactorias mientras se le regatean mínimos a la mayoría de la población envejecida.
Vuelvo a los jóvenes padres y a sus bebés en ese rincón semi-urbanizado de México; todos viven en hogares multigeneracionales que son la última trinchera contra la pobreza y el descarte. Los nuevos padres y sus hijos viven en los hogares de abuelos y hasta de sus bisabuelos pero parecen estar condenados a desarrollar su propio proyecto de vida. Es decir, que en las realidades donde se enfrenta el “invierno demográfico” premia también una losa de pobreza sistémica: mientras los amplios hogares de clase media alta y alta tienen un promedio de 2.6 integrantes; las pequeñas casas de los pobres se encuentran hacinadas con más hasta una decena de familiares (el promedio internacional en AL ronda el 5.3%).
La lucha contra el ‘invierno demográfico’ será integral o no será. Implica la capacidad de imaginar futuros compartidos, enseñar la esperanza del nacimiento de bebés con proyectos familiares independientes y libres, soportar las estructuras sociales de servicio a los jóvenes matrimonios y a sus hogares en construcción; es necesario, pues, alimentar una confianza radical en la economía, en las instituciones, en el amor conyugal y familiar con mirada al bien común, no al “sálvese quien pueda”, “rásquese con sus propias uñas” y por supuesto lejos de las falacias meritocráticas de quienes nacieron con capitales económicos.
El invierno demográfico es una crisis de sentido, no de productividad. Ya sea en las urbanidades desiertas que anticipan la crisis demográfica o en esa parroquia marginal donde los niños siguen naciendo en precariedad y temor, es necesario poner un “nosotros” que trascienda al individuo. El invierno demográfico se conjura recuperando la fe en el porvenir; la confianza de que todos tenemos espacio para la esperanza.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe