La nueva naturaleza del episcopado mexicano
Tlahuelilpan, clímax de una crisis
Una fatídica colisión de factores produjo la explosión de Tlahuelilpan. Como suele ocurrir en este tipo de acontecimientos, la tragedia tuvo como fondo y motor la pobreza y la desigualdad social que caracteriza al país, y como detonantes la codicia criminal de la delincuencia y el comportamiento omiso y negligente de las autoridades, las de antes y posiblemente también las de ahora.
El presidente López Obrador respaldó la decisión tomada por la partida militar que sin éxito intentó apartar a los pobladores que recogían gasolina de la copiosa fuga en el ducto de Pemex, y quizá sea verdad que los soldados no tuvieron otra opción ante la renuencia de la muchedumbre, pero es posible que en la explosiva situación como la que existía ya en esos momentos en el sitio, con ello se haya perdido la única posibilidad que existió de evitar el desastre.
Como expuso el fiscal Alejandro Gertz el sábado, los responsables de la explosión son quienes perforaron el ducto, pero por lo pronto carecen de nombre y de rostro. Y a partir de cierto momento, la responsabilidad del desastre concierne a los pobladores de Tlahuelilpan que insensatamente expusieron su vida a cambio de unos cuantos litros de gasolina gratis, y a las autoridades que tenían la obligación de reaccionar con presteza ante la fuga de gasolina y ante el gran peligro que rodeaba a la multitud congregada en torno al chorro de combustible.
Dados los hechos, sobre los militares y policías presentes en el lugar recaía la posibilidad de recuperar un mínimo de orden y cordura. Aparentemente, la orden que recibieron de evitar una confrontación con los pobladores y replegarse obedeció no sólo a su escaso número y poca capacidad de contención –según explicaron los secretarios de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval, y de Seguridad, Alfonso Durazo—, sino a que nunca había ocurrido una explosión de tal magnitud en ese tipo de incidentes, lo que había desarmado el sentido de precaución.
Pero esto último se debía a la pura suerte, pues ese historial de saldo casi blanco no era garantía de que nunca sucedería una tragedia tan grande como la de Tlahuelilpan. En sentido contrario, la tragedia se fue construyendo paso a paso en la medida exacta en que a lo largo de los meses y los años crecía el exceso de confianza y se abandonaba la seguridad. Sencillamente, no era posible dejar que decenas de personas se juntaran alrededor de un borbotón de gasolina con la creencia de que no pasaría nada, aunque en los episodios anteriores no hubiera pasado nada. Era sólo cosa de tiempo y de una chispa.
En una visión histórica, esta tragedia constituye el clímax de la crisis del robo de combustibles en el país. No sólo por el elevado número de víctimas que arrojó sino por el desafío que representa para el gobierno de López Obrador. Una de las cosas que el presidente dijo en la primera conferencia de prensa en la que tocó el tema, la mañana del sábado, es que, pese a lo doloroso del accidente, el combate al robo de combustibles no se detendrá. Pero significativamente usó la palabra “aleccionador” para referirse al hecho y mostró señales de que la estrategia contra la delincuencia en esta materia tendrá algunos cambios.
Hay otro ángulo desde el cual puede examinarse el caso de Tlahuelilpan, y es la posibilidad de que se haya tratado de un acto planeado para desestabilizar la estrategia de López Obrador. Despierta suspicacia en ese sentido el hecho de que, al contrario de otros incidentes similares, en esta ocasión fue notorio que se juntó más gente en el lugar de la perforación del ducto, y que ese gran número de buscadores de gasolina haya sido incitado mediante mensajes difundidos por las redes sociales, según testimonios de los sobrevivientes. En esa hipótesis, corrió en favor de los incitadores el desabasto de gasolina en ese municipio, lo que explica la atípica afluencia de gente con recipientes en mano para recoger combustible.
En cualquier caso, el recién nombrado fiscal general, Alejandro Gertz, no sólo tiene la responsabilidad y la obligación de extremar la pulcritud de la investigación, sino que también tiene en sus manos la credibilidad del gobierno de López Obrador, quien al respecto ha prometido independencia y transparencia.
La primera hipótesis que aventuró el fiscal es que el flamazo pudo haberse desencadenado por una chispa producida por el roce de la ropa de la gente, mucha de la cual estaba empapada de gasolina y envuelta en la nube de los gases procedentes del río de combustible. Esa posibilidad acentúa la imprudencia de las propias víctimas y apunta hacia la mecánica de la desgracia, pero no sabemos qué sucedió antes de ese momento, incluso antes del día trágico, ni la naturaleza de la agitación que se dio en las redes sociales.
Por ejemplo, según información periodística, esa toma clandestina tenía unos dos años de haber sido abierta y fue explotada durante ese lapso por un grupo de huachicoleros, que se ostentaban como sus dueños. Sin embargo, varios de esos delincuentes fueron asesinados semanas atrás, lo que habría dejado en el aire el dominio de la toma. Alguna relación debe tener este antecedente con los sucesos del viernes.
Por encima de todo, lo que quizá debe ser explicado y esclarecido puntualmente en la investigación es la intervención de los militares. El presidente López Obrador interpuso el peso de su palabra y defendió la explicación que en ese tema ofreció el secretario de la Defensa. La racionalidad del repliegue de los soldados, su impotencia frente a la avalancha humana y los sucesos, debe quedar probada y documentada en la investigación sin fisura alguna.