Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
De Washington a Cúcuta
Ni el concierto del viernes ni la operación por la que el sábado se pretendió introducir a Venezuela camiones con ayuda humanitaria desde territorio de Colombia, fueron lo que la propaganda quiso hacer creer, acciones caritativas y benevolentes en beneficio de la población venezolana.
Al contrario, lo sucedido durante esos dos días en la frontera entre Venezuela y Colombia –y en menor medida también en los límites con Brasil— debe leerse en el contexto de las palabras utilizadas por el presidente Donald Trump el 18 de febrero, en un discurso que dio en la Universidad Internacional de Florida, donde arengó a las tropas venezolanas a rebelarse contra Nicolás Maduro, es decir, a dar un golpe de Estado, y dijo que “el fin del socialismo ha llegado en nuestro hemisferio y en todos los lugares del mundo. No sólo en Venezuela sino en Nicaragua y en Cuba también”.
A la luz de esas palabras, en efecto, esos dos eventos –el concierto y el montaje de la ayuda humanitaria— exhiben su carácter de instrumentos de guerra, momentos sucesivos de una operación intervencionista planeada por Estados Unidos para incrementar la presión y provocar un conflicto de mayores dimensiones con el gobierno de Maduro, de esos que sirven a Washington para justificar cualquier cosa. Que los planes no hayan salido como Trump esperaba es otra cosa.
Los 32 cantantes que actuaron en el concierto de Cúcuta lanzaron mensajes de libertad, esperanza y paz para los venezolanos, y describieron a Maduro como un monstruoso dictador. No había inocencia ni sinceridad en sus palabras, pues reprodujeron con exactitud la propaganda empleada por Trump para justificar sus acciones, que evidentemente no sólo buscan la caída de Maduro, sino asumir el control de Venezuela –y de su petróleo— mediante la habilitación de un testaferro como el diputado Juan Guaidó, el autoproclamado “presidente encargado”.
Lo ocurrido el sábado en los puentes que marcan la frontera Venezuela-Colombia, la retención y la quema de dos tráileres con sus cargamentos de alimentos y medicinas, fue interpretado por Guaidó y por el presidente de Colombia, Iván Duque, como la confirmación de la malignidad de Maduro. Sin disimulo, Duque vio en ello la “derrota moral” del presidente venezolano.
El secretario general de la Organización de Estados Americanos (la OEA), Luis Almagro, alineado por completo a los intereses de Estados Unidos, dijo por su parte que el bloqueo de las vías para impedir el acceso de ayuda humanitaria a Venezuela fue una “bajeza” y muestra “del salvajismo y la barbarie” del gobierno de Maduro.
Sin embargo, es necesario poner completo el rompecabezas sobre la mesa, pues esos tráileres eran como misiles dirigidos hacia territorio venezolano, y de su activación se esperaba seguramente obtener el rompimiento del gobierno chavista. Si Guaidó hubiera conseguido llevar los tráileres a territorio venezolano, detrás de ellos habría ido él a la cabeza de la multitud que un día antes acudió al concierto de Cúcuta, brindando una imagen de liderazgo irreversible e incontenible.
Si no se alcanzaba ese propósito, lo último que le interesaba a Estados Unidos, a Guaidó y al presidente de Colombia es que esos tráileres realmente llegaran a la población venezolana. Estaban concebidos para otra cosa. Al final del sábado se reportaron dos muertos y algunos heridos, magnitudes pequeñas y por lo tanto inservibles para despertar la indignación mundial, o para generar adhesión a la causa intervencionista. Como lo fue también el reducido número de soldados venezolanos, sesenta, que de acuerdo con la información proveniente de Colombia desertaron para dar su apoyo al “presidente interino”.
Ayer, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, dejó traslucir la frustración que dejó en Washington el fracaso de las maniobras de Cúcuta. Y, por eso, como Trump la semana pasada, lanzó nuevas amenazas. “Tenemos muchas esperanzas de que en los próximos días y semanas y meses, el régimen de Maduro comprenderá que el pueblo venezolano le tiene sus días contados”, dijo en una entrevista con la cadena CNN. ¿El pueblo venezolano o Estados Unidos? Esas elocuentes palabras tienen correspondencia exacta con el también elocuente mensaje que el diputado venezolano Julio Borges, del equipo de Guaidó, lanzó ayer en sus redes sociales y que deja ver la naturaleza de su movimiento: “Mañana nos reuniremos con el Grupo de Lima en Bogotá, Colombia. Junto al Presidente @jguaido vamos a exigir una escalada en la presión diplomática y en el uso de la fuerza contra la dictadura de Nicolás Maduro”.
En un contexto estable y pacífico, quemar cargamentos de comida y medicinas es algo repudiable. Pero en un contexto de asedio contra un país, son infinitamente más repugnantes, verdaderas muestras de bajeza y barbarie, maniobras como las orquestadas por la Casa Blanca y ejecutadas por los presidentes de América Latina que a este efecto se pusieron al servicio de Trump, representado en el teatro mismo de los hechos por el siniestro Elliott Abrams.
Entre el viernes y el sábado los noticieros de Televisa ejercieron a plenitud, con el regocijo o la histeria que los hechos requerían, su papel de voceros de la oposición venezolana. Sin embargo, a despecho de la fe trumpista del principal consorcio televisivo del país, es preciso mantener la perspectiva sobre el conflicto venezolano. El problema interno concierne y es responsabilidad de los venezolanos, y nada autoriza ni faculta a Trump para intentar arrollar la libertad, la democracia y los derechos humanos de un país entero en nombre de la libertad, la democracia y la defensa de los derechos humanos. Porque el verdadero problema venezolano es la campaña global emprendida por Estados Unidos para derrocar a Maduro haciendo pedazos la soberanía venezolana. Y eso sí concierne al mundo.