Teléfono rojo
La decepcionante Ley de Seguridad Interior
Hay cierta confusión y cierta decepción por la Ley de Seguridad Interior recién aprobada por la Cámara de Diputados.
No es, no parece ser, el documento que las organizaciones no gubernamentales advertían que podía ser en menoscabo de los derechos fundamentales de la ciudadanía, pero tampoco es el acabado instrumento normativo que perfilaría la solución a la violencia que tanta sangre ha hecho correr en el país.
Como se temía, esta ley sólo legaliza la presencia del Ejército en las calles y todo aquello que los militares han hecho desde hace diez años, cuando irreflexivamente el entonces presidente Felipe Calderón lanzó a los soldados a combatir a la delincuencia organizada, pero a pesar de que incorpora las limitaciones lógicas y elementales para preservar los derechos humanos y la libertad de manifestación y protesta social, deja en el vacío la profesionalización de las policías del ámbito civil, justamente el problema que dio lugar a la decisión de usar al Ejército en tareas policiales.
Al final, es posible que ni el propio Ejército quede satisfecho con el producto aprobado por los diputados, porque la ley es muy pobre y se situó por debajo de lo que las circunstancias requerían.
El tema de la Ley de Seguridad Interior adquirió notoriedad y urgencia a partir del 7 de diciembre del año pasado, cuando inesperadamente el secretario de la Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos Zepeda, emplazó al Congreso a aprobar de una vez por todas una ley que proporcionara cobertura legal al papel que el gobierno de Calderón le asignó a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, que no eran de su responsabilidad.
A ese primer llamamiento del general Cienfuegos a los legisladores siguieron otros desde esa fecha. Pero el planteamiento en el que la Secretaría de la Defensa Nacional habría de ser insistente iba más allá de lo que finalmente aprobó la Cámara de Diputados y todavía debe avalar el Senado para convertirse en ley.
Con un visible sentido institucional y moderación, el general Salvador Cienfuegos dijo el 19 de febrero de este año, en el Día del Ejército, que la ley que se discute en la Cámara de Diputados ‘‘no debe ser una ley a modo para las fuerzas armadas.
Esperemos que fortalezca al Estado mexicano, que puntualice y obligue lo que a cada quien le corresponde hacer; que los gobiernos federal, estatales y municipales se responsabilicen y rindan cuentas; una ley que dé certeza jurídica a las autoridades, pero sobre todo a la sociedad’’.
En esa fecha el secretario de la Defensa expresó además que “a quienes por falta de información, tergiversación de la misma u otros intereses no visibles señalan que la iniciativa induce a la institucionalización de militares en la seguridad pública o a su militarización, les aclaramos que las fuerzas armadas creen, respetan e impulsan el Estado de derecho y la gobernabilidad democrática y por tanto creemos que la iniciativa debe ser multidimensional, que involucre a todas las autoridades bajo el principio de legalidad’’.
Más aún, en una evidente referencia a las policías, demandó que la reforma establezca compromisos, obligaciones y atribuciones para las autoridades civiles, ‘‘incluyendo, como última instancia, la participación de las fuerzas armadas bajo un principio de gradualidad’’.
La “gradualidad” mencionada por el general Salvador Cienfuegos quería decir el retiro paulatino de los militares del combate a la delincuencia.
Además de todo lo anterior, el secretario de la Defensa ya había sostenido en diciembre que el problema de la violencia no se va a resolver a balazos, y también había reclamado la falta de compromiso por parte de los políticos en materia de inseguridad pública.
Aparte del hecho mismo de convertir un estado de excepción en un ordenamiento legal y ordinario, el punto más sensible involucrado en la Ley de Seguridad Interior era el riesgo de que el combate militar al crimen organizado desate una ola de violaciones a los derechos humanos, particularmente contra la población inocente, detenciones injustificadas, casos de tortura, ejecuciones extrajudiciales o desapariciones forzadas, todo lo cual ha sucedido en estos diez años sin que el Estado de derecho sea capaz de aplicar el debido castigo a los responsables.
Sin embargo, la ley aprobada no parece fomentar nada de ello, y probablemente sirva para reducir la incidencia de esta clase de abusos. Esto es cierto excepto por el hecho de que los militares quedarán autorizados a realizar tareas de espionaje para atrapar a los criminales, una práctica que en México suele desviarse y producir abusos contra la población.
Si se observa con detenimiento, el mayor problema de la nueva ley es que deja intacto el problema que originó la conversión de la fuerza militar en corporación policial, que es la falta de profesionalismo y la corrupción que impera en los cuerpos de policía del país. Es precisamente esto lo que apuntaba el general Cienfuegos hace diez meses.
Dar carta de naturalización a la participación del Ejército en funciones de seguridad pública, como hizo la Cámara de Diputados, sin señalar compromisos para las autoridades civiles en la profesionalización de las policías quizás tenga un efecto pernicioso en el orden del país.
Alguna vez señalamos aquí que, si se da permanencia legal a la actividad militar en tareas policiales, ese cambio supondría en los hechos el abandono de las corporaciones policiacas y de los planes de sanearlas y profesionalizarlas.
Una reacción de esa naturaleza es lo que hasta ahora ha impedido una certificación efectiva y real de las policías estatales. ¿Para qué, si el Ejército ya está a cargo?, parecen decir los gobernadores y los alcaldes.
Nada de eso resuelve la Ley de Seguridad Interior, que simple y sencillamente descarga en el Ejército la responsabilidad de combatir al crimen organizado. Y si no resuelve eso, no resuelve nada. [email protected] otropaisnoticias.com