Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
La inauguración de los Juegos Olímpicos es un evento intensamente esperado por la audiencia global; las razones son muchas: representa la creatividad e inversión que los organizadores ponen al espectáculo, la elección narrativa de los símbolos históricos y culturales del país sede, la exaltación de lo festivo y también la expresión de los valores que en principio se promueven desde la justa deportiva internacional (fraternidad, tolerancia, deportivismo, etcétera). Y, de pronto, hoy estamos hablando de cómo algunos aspectos de la inauguración de las olimpiadas en París han causado escándalo a la comunidad católica.
El escándalo se deriva de algunas escenas del show, en especial por la decisión de representar un convite alrededor de una mesa presidida por una mujer obesa con un tocado plateado y coronada de siete estrellas, la mujer está flanqueada por una veintena de personajes carnavalescos casi todos andróginos travestidos y de estética queer-camp (ambiguo, indefinido, artificioso, exagerado y al límite del mal gusto); el remate de la escena es la aparición del dios griego Baco, semidesnudo pintado de azul que posa despreocupado en una gran bandeja plateada con vivos copiosos florales y frutales.
La escena rápidamente escandalizó a algunos creyentes pues, en efecto, por algunos momentos esta representación pareció aludir a la archiconocida iconografía de la vida de Cristo en ‘La última cena’ de Da Vinci y se consideró que aquello eran “escarnio y burla al cristianismo”, en especial una burla a la institución eucarística, según las propias palabras de los obispos de la Conferencia Episcopal Francesa.
No fueron los únicos: obispos, sacerdotes y fieles laicos de muchas partes del orbe denunciaron “el ultraje y provocación” de la representación a la que no dudaron en definir como “blasfemia”.
La blasfemia, en el catolicismo, es “un pecado horrible, que consiste en palabras de injuria, maldición o desprecio contra Dios, la religión o los santos”; por extensión se utiliza también para todo tipo de expresión injuriosa contra lo sagrado.
El escándalo llegó a tal nivel que tanto el Comité Olímpico Internacional como los artífices del espectáculo (no podemos olvidarnos que se trata sólo de un show, una puesta en escena que muestra los perfiles estéticos y discursivos de los organizadores) tomaron varias decisiones: reducir la exposición de estas imágenes al público en general e intentar explicar que su espectáculo no aludía a ‘La última cena’ sino a ‘El festín de los dioses’, otro motivo pictórico que representa a los dioses del Olimpo en una bacanal. Es decir, ejecutaron un clásico ‘control mediático’.
Quizá no haya que enfrascarse en minucias iconológicas de ambos motivos pictóricos porque en el fondo ni ‘La última cena’ ni ‘El festín de los dioses’ tienen los mismos elementos iconográficos siempre. Obras cristianas como las de Fra Angélico, Jacomart, Di Nardo o Sasseta (algunas de casi un siglo antes de Da Vinci) representan a Jesús con los apóstoles reunidos ‘alrededor de la mesa’ y no sólo ‘de frente a la mesa’ como los pintaron Leonardo, Lorenzo Monaco y muchos más.
La catequesis visual de la vida de Jesús no siempre ha sido igual y las imágenes emulan al Misterio Sagrado (lo reinterpretan) pero no lo reemplazan. Es decir, ¿el performance en París hizo referencia a la interpretación artística o al fundamento cristológico de la institución eucarística? ¿Son las obras artísticas religiosas cánones absolutos de lo sagrado?
La pregunta central de todo este entuerto quizá deba cuestionarnos sobre los márgenes políticos, morales y estéticamente correctos para las expresiones culturales de los eventos multitudinarios actuales; porque no se trata sólo de una “incomodidad” sino de la posibilidad de ofender y herir sentimientos profundos de ciertas identidades sociales.
Sin duda es válida la queja de que la sensibilidad religiosa de un grupo social se haya sentido herida por ciertas escenas de la inauguración olímpica. La pregunta es si son igualmente válidos otros sentimientos de otros grupos sociales ante otras expresiones que podrían considerarse “hirientes” o si sólo dicho recurso es válido para un grupo. Si fuera así, ¿por qué tendría tal privilegio?
Quizá sea importante recordar que, en la historia, cada vez que se deposita toda la sabiduría en un solo grupo humano se genera una tiranía que se niega a los otros.
Hoy vemos cómo una imposición hegemónica (travestida, hipersexualizada y transgenérica) pretende definir casi todos los perfiles culturales contemporáneos: su estética, sus valores y su práctica cotidiana, individual y colectiva, forman parte de un diseño ontológico cultural que busca imponer un orden social en todo espacio posible, una imposición que relativiza instituciones otrora tradicionales del bien, la belleza, la naturaleza y del orden antropológico.
Finalmente, esta situación no puede desligarse de la vertiginosa y profunda transformación cultural que vive Europa, quizá la más trascendente desde la secularización de hace dos siglos. Europa se des-cristianiza y des-occidentaliza por innúmeras razones pero, contra lo que pueden opinar algunos, no es el vacío lo que queda detrás de estos fenómenos sino un potente, fresco y renovado fermento cultural que nace entre las tensiones de las nuevas marginalidades, las masivas migraciones, los excesos del consumismo y el relativismo moral.
La inauguración de los Juegos Olímpicos de París, por tanto, representó los símbolos históricos, artísticos, míticos y utópicos de un continente en plena convulsión, fueron un retrato de cómo se ‘excitan’ los símbolos de la historia con sentidos que quizá no tuvieron en el pasado pero que hoy ‘significan’ fragmentos de la vida cotidiana.
De ahí que el Papa, líder de la cristiandad contemporánea, haya invitado fervorosamente a los fieles a “salir y accidentarse” en lugar de “enfermarse de encierro” para hacerse presente en la cultura contemporánea; mientras, otros siguen soñando las consideraciones y privilegios culturales que quizá ya nunca tendrán.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe