Eliminar autónomos, un autoengaño/Bryan LeBarón
En el Día de Muertos, paradójicamente, la muerte es un fenómeno secundario: definitorio más que definitivo.
La muerte, irrecusable y perentoria por naturaleza, es más una condición que una protagonista, es más transición que sentencia, es color más que sustancia.
La muerte parece catalogar y acomodar, pone fronteras, separa mundos; pero en el Día de Muertos, las fiestas de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos, la muerte se achica, se estremece y empequeñece ante una fuerza superior. La muerte se doblega ante el amor de la vida; amor a la vida vivida y amor que se ha de vivir.
Las tradiciones celebrativas del alma de los muertos han soportado la criba de los años justo por la vitalidad de sus formas y de sus ritos; el símbolo ulterior del Día de Muertos es la vida misma: la que se ha compartido y la que sigue preservando la comunión entre los que gozan de paz eterna, los que esperan la redención desde su indefinible pena y los que, sobre esta tierra, aún podemos decidir nuestros pasos hacia la verdad o hacia la mentira.
En este universo simbólico de la vida del alma: la más efímera piensa y reza por los que habitan la piel de la eternidad; la más débil marcha y cae de rodillas por salvar a quienes esperan sin plenamente gozar; la más sujeta y aterida a esta tierra y a su tiempo recibe desde la eternidad el mayor gesto de amor: la intercesión ante el Todopoderoso de nuestras más humildes debilidades.
Oramos por los que han partido antes que nosotros; y oramos para que en su paso tengan el gozo; es recordar a quienes estuvieron entre nosotros y es dejarnos pensar por aquellos que sabemos nos amaron y siguen haciéndolo.
Los símbolos de los altares son ecos de ese amor mutuo. Los frutos de esta tierra se siguen compartiendo, sus sabores y perfumes nos siguen emocionando; de uno y otro lado, la luz titila con feroz esperanza contra el negro abismo, y esa la luz que salpica un rostro en esta tierra, ilumina otro rostro en la eternidad; si el agua es la potencia de la vida, la sal son las lágrimas deshidratadas; y la cruz es la imagen misma de la promesa de que la muerte es tránsito y la vida ha sido siempre promesa.
El Día de Muertos es para recordar a los seres queridos ; para comprender que han muerto para nosotros pero que viven para un Dios de vivos; han muerto para esta tierra y este tiempo, pero viven en el hogar último, allí donde podemos y pueden acompañarnos, en una oración, en una convicción, en una emoción o en un suspiro atado de viva esperanza.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe