Nadie detiene los aranceles del crimen
De pronto, como si estuviéramos en la época de los imperios, escuchamos a distintos líderes anunciar invasiones, exigir tributaciones draconianas o prometer la disolución de pueblos, etnias o comunidades “indeseables”. Pareciera que la política internacional se ha vuelto a simplificar en juegos de poder y sumisión; que los acuerdos y las negociaciones entre naciones dejaron de apoyarse en el mutuo reconocimiento de sus valores histórico-culturales y se reducen al mero intercambio de intereses crematísticos inmediatos, donde no importa “quién eres” sino “qué tienes”.
En este contexto quizá sea pertinente reflexionar sobre la naturaleza y finalidad de los pueblos; de su identidad y el sentido que dan a su tierra y a su patria; o recordar las crudas enseñanzas que nos han dejado las invasiones y las imposiciones comerciales entre naciones. Porque, como humanidad, hemos aprendido mucho de cada ocasión en que las fuerzas pretenden apropiarse de la tierra ajena, exterminando o expulsando a los pueblos que ahí residen; o cuando las arrogancias desprecian las identidades culturales de otros pueblos mientras ambicionan la riqueza de sus suelos.
Hay una fábula china atribuida a Lie Zi de hace 25 siglos en la que se cuenta cómo un anciano convocó a su familia para desmontar las inmensas montañas Taihang y Wangwu para abrir un camino sin rodeos hacia el río Hanshui. Casi todos sus parientes estuvieron de acuerdo; los hijos y nietos comenzaron a remover la montaña una palada de tierra a la vez.
No todos fueron tan optimistas; los más críticos cuestionaron la idea del anciano. Le preguntaron sobre si había hecho cálculos de la fuerza que era necesaria para remover ambas montañas, también le pidieron que explicara cómo iba a ser el proceso de quitar las piedras o dónde tenía pensado vaciar la tierra y los peñascos. La fábula cuenta que mientras la familia hacía largos viajes entre las montañas y el mar para tirar la tierra removida, los sabios de la región se burlaban de ellos; pero el anciano les respondía: “Aunque yo muera, quedarán mis hijos y los hijos de mis hijos; y así sucesivamente, de generación en generación. Y como estas montañas no crecen, ¿por qué no vamos a ser capaces de terminar por removerlas?”
En esta pequeña historia se incluyen dos de las características más importantes de un pueblo. La primera, su apertura al futuro, su esperanza en que con trabajo se puede transformar una visión en realidad; la segunda, la potestad sobre la tierra, el suelo firme que realmente puede ser transformado.
Sin embargo, cuando se pierde, se pervierte o se comercia esa visión o si la comunidad abandona su trabajo y servicio hacia ese futuro, entonces se acaba el pueblo. Se muere de inanición, se asfixia de tedio, envejece su mirada tanto como sus fuerzas. Claro, también hay otra forma en que muere un pueblo: es por medio de la invasión de otro pueblo más poderoso. Y en este siglo, quizá estemos alcanzado el pináculo en ambas estrategias.
Hay pueblos que mueren directamente por envejecimiento, porque pierden por vergüenza o conveniencia su lengua materna o porque no conservan el sentido de la relación que tienen con la tierra bajo sus pies. En la fábula sería como si hijos y nietos no sólo abandonaran la visión del abuelo para encontrar un camino directo al río; sino que abandonaran la misma confianza que el anciano puso en ellos en el futuro, en “los hijos de los hijos”.
Hoy mismo, muchas naciones desarrolladas o en vías de desarrollo viven crisis profundas de identidad por el envejecimiento demográfico, por la falta de hijos en las familias, por el miedo que se ha inoculado en jóvenes a la maternidad y la paternidad, por la romantización del ‘nomadismo’ y la autosuficiencia egoísta, por el utilitarismo lingüístico del mundo económico y mercantil. Porque los han convencido de abandonar toda idea de soberanía y heredad de la tierra, de patrimonio y responsabilidad del otro.
Pero también, es preocupante que las intenciones de dominación, exterminio o expulsión de los pueblos haya retornado al discurso político de manera cínica. Durante siglos, la lógica de dominación residía en la potestad del territorio; así, un rey sólo era rey en tanto tuviera tierras que administrar, y la libertad consistía en que la tributación al poder terrenal para vivir de la tierra no fuera la vida misma. Así, el ideal de la “cantidad” de tierra y de la “calidad” del pueblo se resume en lo que planteaba Kautylia a príncipes y reyes: “Al conquistar, prefiere la vasta tierra estéril en lugar de la pequeña porción de riqueza; todo desierto se vuelve fértil bajo el espíritu del hombre”. El problema, como sabemos, es que esto sólo lleva a una consecución lógica: la guerra.
Ya desde la plenitud de los tiempos, como resultado de la guerra, los pueblos sojuzgados han debido de tributar a los imperios. Dominados por las armas, el lenguaje o el comercio, los pueblos sometidos quedan obligados de “dar al César lo que es del César” hasta casi diluirse; y, sin embargo, siempre habrá algo que les quede como pueblo y que los hará trascender incluso bajo el yugo de los poderosos: es la suma de su lenguaje, su historia, su cultura y sus tradiciones; sus miedos, desafíos y esperanzas; sus creencias y convicciones; y sí, también esa relación mítica e inasible con la porción de suelo a la que sensiblemente le llaman ‘patria’.
Y dicha patria –nos recuerda José Emilio Pacheco– es incomprensible en “su fulgor abstracto”; sólo nos dan sentido sus “diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / -y tres o cuatro ríos”. Por ello, en tiempo de renovadas amenazas de tributaciones e invasiones por parte de los grandes poderes bélicos y económicos del orbe, quizá sea oportuno repensar en los pueblos que somos, en los sueños trascendentes que –como el anciano de la fábula– tenemos, en la esperanza que depositamos en las generaciones venideras y en que, en el fondo, no podemos ser dueños de ninguna tierra sino sólo de la relación que creamos con ella.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe