Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Uno de los principales efectos de la polarización y la radicalización indudablemente es el reforzamiento de una sociedad moralizante e incluso persecutora. En las tensiones, cada bando no sólo busca confrontar o ‘educar’ al contrario; llega un punto en que se cuestiona la legitimidad de las luchas o búsquedas del otro; e incluso, en el extremo, se llegan a utilizar mecanismos legales o formales para evitar que un grupo antagónico obre en libertad.
No es una exageración. La polarización de nuestro tiempo no sólo impide el diálogo o el encuentro, fomenta la persecución orgánica o institucional de quien piensa diferente.
Por ejemplo, las más recientes reflexiones del ministro Arturo Zaldívar entorno a la objeción de conciencia. Hasta el momento, la ley y la deontología médica facultan a los profesionales de la salud a decidir, en la gravedad de procurar siempre el bienestar humano, las mejores prácticas y cauces para atender las dolencias del paciente bajo el más alto principio de dignidad; para el ministro, sin embargo, esta libertad no debería existir cuando la ley lo demande.
Bajo esa lógica, la objeción de conciencia pasa a ser un derecho ‘condicionado’ a la voluntad de las autoridades legales y no ‘experienciado’ desde la libertad, el conocimiento y la responsabilidad de las personas o los profesionales de la salud. Pero no es el único caso.
En el reino de España, se ha propuesto limitar las libertades individuales. En días pasados se introdujo al Congreso una iniciativa de ley busca encarcelar a la ciudadanía española que reza en público o que ofrece información en la plaza abierta.
Se trata de una propuesta que claramente atenta contra la libertad de religión consagrada en los Derechos Universales; pero su formal discusión ha causado una reacción igualmente moralizante: la propuesta de que se limite la libertad de expresión cuando se hable de valores religiosos. La existencia misma de iniciativas de esta naturaleza en una democracia debe poner en alerta a toda la sociedad frente a estos fenómenos moralizantes y enfrentados; porque no buscan abrazar las luces y sombras de la democracia sino usufructuar exclusivamente sus bienes mientras se les niegan a los adversarios.
Y, sin embargo, desde detrás de cada trinchera, cada grupo antagónico de académicos, analistas, creadores de cultura y formadores se deja seducir por las tensiones ideológicas en lugar de construir coincidencias. En sus percepciones y propuestas es más sencillo cuestionar la legitimidad esencial del adversario en lugar de intentar comprender las motivaciones de sus luchas.
Si este fenómeno ya es pernicioso desde la política y el ejercicio del poder, es verdaderamente angustiante cuando la sociedad civil adopta esta cerrazón. Se vuelven una especie de sociedad autofágica, quintacolumnistas de sí mismos, que atentan contra la libertad y la pluralidad democrática desde dentro de sus siempre inestables avances de libertad y pluralidad.
Esta actitud moralizante la vemos y escuchamos todo el tiempo: desde las voces que cuestionan la legitimidad de organizaciones religiosas de participar en la plaza pública hasta aquellas que desacreditan a organizaciones populares por la manera en que se manifiestan.
Y si bien estas actitudes no son agresivas en sí mismas, cuando se concretan en leyes o facultan al Estado a obrar desde ‘la legítima violencia’ entonces se garantiza que desde cualquier poder (legal, legítimo o fáctico) se vigile y se castigue al disidente. Para entonces no tardaremos en descubrir que la mirilla desde donde vigilamos a los oponentes para reprenderlos si no se ajustan a nuestras opiniones, tiene dos lados.
Felipe de J. Monroy /Director VCNoticias.com
@monroyfelipe