
Anatomía de un Suicidio: un grito de auxilio silenciado por estigmas
Aniversario del nacimiento del político que aprendió a escuchar antes que a hablar, y que nunca olvidó su origen en las calles y playas de Acapulco
René Juárez Cisneros, la ruta de un hombre sin estridencias
Alberto Carbot
René Juárez Cisneros no necesitó grandes discursos para hacerse escuchar. Fue niño de la playa, mesero, político, gobernador de Guerrero y presidente del CEN del PRI, pero, sobre todo, fue un hombre que aprendió a escuchar antes que a hablar, y que nunca olvidó su origen en las calles de Acapulco; entendió que la política comienza con la dignidad de saludar a todos por su nombre. Esta semblanza, con motivo del aniversario de su nacimiento, recorre los recuerdos de quienes lo conocimos en la sencillez de su trato y la firmeza de sus decisiones.
Ayer fue el aniversario del nacimiento de René Juárez Cisneros, un hombre que no aprendió la política en los manuales, sino desde sus propios orígenes, en las calles polvorientas de Acapulco.
René —el Brody, como le gustaba llamar coloquialmente a sus amigos—, nació en 1956, en un barrio donde la vida se medía en esfuerzo y los sueños apenas cabían en la noche. Su madre, doña Carmen Cisneros, lo enseñó a coser la dignidad con puntadas invisibles. Su padre, Ricardo Juárez Rojo, le mostró el valor de servir sin pedir nada a cambio.
En lo personal no recurro a los apodos o sobrenombres cariñosos, coloquiales o festivos cuando la dignidad del cargo que representan para la sociedad, impone un velo de respeto en la interlocución pública e incluso en el ámbito privado. Un día —cuando llegó a ocupar la gubernatura del estado—, lo visité. Dina Villanueva, su secretaria, en actitud amable, me hizo pasar a su despacho donde él daba instrucciones con ademanes firmes a varios de sus colaboradores.
—¿Buenas tardes a todos. Cómo está, señor gobernador —le saludé con respeto. Me miró fijamente.
—¿Gobernador? Uta, cabrón, te estás volviendo muy solemne. Eres mi amigo y aquí estamos en confianza. Llámame como me has llamado toda la vida.
—Sí, René, claro.
—No, Brody, dime como me has conocido y me has dicho desde hace años: Negro, Negrito. Así me llaman mis cuates y así me seguirán diciendo. No me encabrona, de ninguna manera.
—Sí, René —le dije. Pero nunca más me sentí a gusto llamándole Negro o Negrito. A partir de esa ocasión, mi grado de confianza, por respeto a él y a su investidura, fue siempre de René.
Antes de saber leer, ya sabía vender. A los siete años caminaba entre turistas y lancheros del puerto de Acapulco, cargando cubetas prestadas con ostiones. La propina era incierta. Su voluntad no.
Un relato de Eusebio Mendoza Ávila, escrito en 1989 —que me hizo llegar el doctor Arturo Abarca, un joven político guerrerense quien hasta su muerte fue el secretario particular de René Juárez y conoció de cerca su manera de trabajar y escuchar—, retrata con precisión su infancia.
Mendoza Ávila nació en la Ciudad de México el 23 de agosto de 1919, aunque la mayor parte de su vida la dedicó a servir a Guerrero. Estudió medicina en el Instituto Politécnico Nacional (IPN), donde se tituló como médico cirujano y partero. Con una vocación de servicio que trascendió la medicina, obtuvo también una maestría en Ciencias Administrativas, perfilándose como un funcionario con sentido social y visión de futuro.
Su trayectoria lo llevó a ocupar cargos de relevancia en Guerrero, primero como director del Hospital Civil de Chilpancingo y diputado tanto en el Congreso estatal como en el federal. A lo largo de su vida, Mendoza Ávila combinó el ejercicio médico con la escritura y la enseñanza. Fundó el primer sanatorio privado en Chilpancingo y promovió la profesionalización de la enfermería al crear la carrera correspondiente en el Colegio del Estado.
Más allá de su desempeño como médico y servidor público, Eusebio Mendoza Ávila dejó constancia de su compromiso cultural y cívico a través de textos que exploraron la historia, la geografía y la identidad guerrerense. Su breve texto sobre René Juárez Cisneros no sólo es un retrato de su infancia, sino también un testimonio de la sensibilidad de un hombre que supo narrar la vida de los demás con respeto.
Empezó a trabajar cuando apenas podía sostener una charola
El padre de René, Ricardo Juárez, nació en San Luis Acatlán, en la Costa Chica. Siendo joven, emigró al puerto de Acapulco en busca de un horizonte más amplio. Empezó en el comercio ambulante, recorriendo pueblos con varillas, telas y juguetes. Al establecerse en el puerto, consiguió su primer empleo estable como peón durante la construcción del cine “Río”. Después se incorporó al mundo de la hotelería y los restaurantes. Fue mozo primero, luego ascendió a mesero, y en esa labor permaneció durante más de treinta años. Pasó sus últimos años de servicio en el restaurante “Ciro’s”, donde, sin estudios formales, aprendió a sortear la vida con dignidad y discreción.
Su madre, Carmen Cisneros López, nació en Juchitán, un pueblo del municipio de Azoyú, también en la Costa Chica. Vivió un tiempo en el pequeño Rayito de Luna, dedicada a las labores del campo. Cuando cumplió dieciocho años decidió trasladarse a Acapulco, con la esperanza de encontrar un empleo que le permitiera sostener a su familia. Comenzó como trabajadora en el Hotel Papagayo, en el mismo sitio donde hoy se ubica el Parque Ignacio Manuel Altamirano. Fue allí donde empezó a costear sus propios gastos y, más tarde, los de sus hijos: dos varones y dos mujeres.
Durante aquellos años, Carmen dividía su tiempo entre el trabajo de día y la costura de noche. Aprendió a diseñar en una tienda de ropa, mientras en casa seguía cosiendo ajeno con la máquina de pedal que había logrado comprar. Vivían en la manzana cinco de la colonia La Laja. Desde ahí, descendían cada mañana hasta el “Coulote”, donde abordaban los camiones rojos conocidos como “los de a treinta”. Era en ese lugar donde sus hijos la esperaban a la una de la tarde, día tras día.
La costura de Carmen era más que un oficio: era la semilla de su creatividad. Con empeño y paciencia, empezó a diseñar modelos propios. En una ocasión, cuando el concurso de Miss Universo se celebró en Acapulco, uno de sus vestidos fue seleccionado para la ganadora. Le pagaron 25 mil pesos, un alivio inesperado para la familia. Hasta entonces, vivían en una pequeña casa de cartón y láminas negras que la urbanización de la colonia partió en dos. Con ese dinero pudieron construir un cuarto de material firme, y poco a poco, uno más y otro más, hasta tener una vivienda modesta pero digna.
La familia aprendió pronto a jalar parejo. René, con apenas siete años, ya trabajaba. La madre era la que mantenía el pulso firme de la casa. Estaba en todo. El padre salía a trabajar temprano, pero Carmen nunca soltó el cuidado de sus hijos. Cosía, diseñaba, trabajaba, pero siempre estaba presente. Su empeño no era un sacrificio. Era su manera de asegurarse de que todos supieran que no había tarea más noble que sostener a la familia.
Don Ricardo, su padre, mesero del “Ciro’s”, no sabía leer ni escribir, pero entendía de respeto y trabajo. René heredó de él la puntualidad y el silencio como escudo.
El niño empezó a trabajar cuando apenas podía sostener una charola. Aprendió que era mejor vender por comisión que por salario. Los policías lo detuvieron a los seis años por no tener permiso. Lo soltaron y se lo advirtieron, pero él siguió vendiendo.
A los doce años entró a la secundaria nocturna. No tenía comprobante de empleo, pero su padre habló por él. Lo admitieron. De día trabajaba, por la tarde estudiaba, y más tarde, en la noche regresaba con los pies cansados, pero con las tareas hechas.
Después René conoció a un mesero de apellido Domínguez, muy famoso en el ambiente futbolero de Acapulco, a quien le llamaban el «Pelé Domínguez» —reseñó Mendoza Ávila—. Él lo ayudó mucho, y no obstante ser un chamaco le dio confianza. Su amigo le regalaba los restos de comida que dejaban los gringos. Hacía el ademán de tirarla, pero en realidad, desde la parte alta del restaurante le hacía señas y entonces, el niño subía de prisa una gran escalera de madera, hasta el lugar donde se hallaba un bote en el cual arrojaban los desperdicios. Así satisfacía su alimentación y ahorraba el gasto a su familia. Después, el mismo René bautizó ese bote como la “Miscelánea El Tambo”, porque decía que allí comía, como si fuera una tienda más del barrio.
Los domingos eran para el fútbol. De niño, jugaba descalzo en equipos como “El Laja” y “Atlas”, en las canchas improvisadas de tierra y polvo. Cientos de vecinos lo veían como espectáculo gratuito. La pelota, su única distracción. El sudor, su única inversión.
No tenía zapatos de fútbol, pero la pelota parecía entenderlo mejor que nadie. Era un muchacho delgado, con los pies curtidos por la arena, pero con la vista fija en el arco como si nada más importara. Su juego era un regalo para los vecinos que se asomaban a ver las gambetas de ese niño que nunca necesitó más que un balón y sus ganas para brillar. Por su amistad con el mesero «Pelé Domínguez» y su afición al futbol y su fenotipo de mula, a René también le pusieron como sobrenombre «Pelé». De igual forma lo conocían como el “Chamaco Prieto” o “San Martín”. Además, en ese pequeño espacio de tierra mostraba el mismo genio y la misma alegría que el brasileño.
El propio René Juárez recordó sus inicios
“Cuando terminé la secundaria la fiesta de clausura fue en el Hotel «Palacios». Yo era miembro de la escolta por mis calificaciones, pero era el más chamaco. Me veía chistoso porque todos los de la escolta eran señores de edad. Después de los honores a la bandera, me senté en una mesa que tenía reservada, donde supuestamente iba a departir con mis familiares. Cuando empezó la entrega de diplomas y de constancias, de las 6 sillas solamente yo ocupaba una, porque mi madre estaba enferma, y mi papá estaba trabajando, así como mis hermanos. Estaba solo en la mesa, me llamaron para entregarme el diploma y un premio pues afortunadamente en esa ocasión obtuve el primer lugar. Me dieron el diploma, lo guardé en un folder, me salí del local y me fui a mi casa a dormir. Esa fue mi celebración cuando terminé la secundaria. Al siguiente día les enseñé mis documentos a mis padres, de que había salido bien y que iba a entrar a la preparatoria.
“Cuando fui a hacer el examen a la preparatoria tenía mucha prisa porque tenía que entrar a trabajar. Con mucha rapidez hice el examen de admisión y me fui al trabajo. Teníamos que regresar a los 3 días para ver las listas. Como no tenía para inscribirme, le pedí dinero prestado a mi mamá y fui a liquidar la deuda sin conocer aún las listas. Estaba seguro que iba a salir porque tenía muchas ganas de estudiar. Al siguiente día, aparecí en la famosa lista e ingresé a la preparatoria número 2”
Un cliente habitual del restaurante “Cyros” donde René Juárez laboraba, profesor en el IPN, cuando él le comentó sus proyectos a futuro —deseaba ser astrónomo—, lo bajó de las estrellas y lo ubicó al ras del suelo: “Astronomía cuesta —le dijo—, pero Biología y Química están a tu alcance”. René escuchó. No discutió y cambió de ruta sin perder el paso.
Un día, uno de los hijos del dueño del restaurante lo llamó “esclavo africano” por el color de su piel. René no lo toleró. Le reclamó, estuvo a punto de golpearlo, pero decidió finalmente marcharse. Al día siguiente ya trabajaba en otro lugar. Sabía cerrar puertas sin mirar atrás.
A los seis años tuvo su primer pantalón largo, cosido por su madre. A los nueve, sus primeros zapatos, que sólo usaba en días especiales. Aprendió que el valor de las cosas no está en el precio, sino en su ausencia, en no poseerlos.
Su vida no fue heroica. Fue real. Ni mártir, ni santo. Un niño que trabajó. Un joven que estudió. Un adulto que entendió que servir no es obligación, sino elección.
En 1981 inició su carrera pública como coordinador del Comité de Planeación para el Desarrollo de Guerrero. Allí aprendió a traducir las necesidades de la gente en proyectos concretos.
En 1990 asumió la presidencia municipal de Acapulco. Impulsó el turismo y mejoró los servicios públicos sin estridencias ni discursos vacíos.
En 1994 fue elegido diputado federal. En 1999 llegó a la gubernatura de Guerrero, donde promovió la reforma que reconoció constitucionalmente los derechos de los afrodescendientes.
Fue subsecretario de Gobierno en la Secretaría de Gobernación en 2016 y presidente del CEN del PRI en 2018. En el Congreso trabajó sin protagonismos, con la convicción de que la política debe servir y no servirse.
Mis recuerdos sobre él
A René Juárez lo conocí en distintas etapas de su vida. Generalmente lo vi llegar puntual, con el ceño concentrado y la sonrisa lista para desarmar el silencio. Nunca buscó imponerse, pero su mirada dejaba claro que no había nada que temer y que él tampoco le temía a nadie.
En nuestras conversaciones hablaba poco de sus logros y mucho de sus dudas. Preguntaba antes de opinar. Escuchaba antes de decidir. Tenía el don de encontrar soluciones sin apenas levantar la voz. Pero cuando detectaba un fallo, por mínimo que fuera, entonces la elevaba, con tono imperativo y con el lenguaje más llano, reconvenía enérgicamente al colaborador que había fallado. No lo hacía por soberbia, sino porque sabía que el verdadero servicio público no admite la incompetencia ni las medias tintas.
En alguna ocasión —luego de una visita en casa de Gobierno de Guerrero, en Chipancingo—, un ayudante suyo me alcanzó en el estacionamiento, antes de abordar mi auto de vuelta a México. Me informó que el gobernador me pedía acompañarlo a Acapulco para asistir al velorio de un líder de la CTM que había fallecido por la madrugada. No me sorprendió, porque tampoco era raro que me invitara a algunas de sus giras, ya fuera en avionetas, helicóptero o por carretera. Era su manera de compartir en confianza el pulso de la política real, la que se mide no en discursos, sino la que se hace en los trayectos, en los saludos, en las distancias.
Antes de arrancar el coche que él mismo gustaba conducir, René me miró con una sonrisa maliciosa y me dijo: “Alberto, hoy no voy a correr, te lo prometo. Me quedaré en noventa o cien, porque sé que cuando manejo no puedes ni hablar”. Yo sonreí un tanto incrédulo, aunque al mismo tiempo sabía que sus palabras eran la señal de que para él, la confianza siempre empezaba por los pequeños gestos.
Viajamos en su VW Jetta tal vez blindado, pero oscuro y discreto, con suspensión adaptable, para transitar por veredas o caminos agrestes, casi un símbolo de cómo entendía el poder: sin adornos innecesarios. Él manejó todo el trayecto con calma, sin rebasar los 100 kilómetros por hora, concentrado en el asfalto y en mostrarme algunos avances en complejos agroindustriales que había puesto en marcha. Mantenía las manos firmes en el volante, los ojos atentos.
Me preguntaba cómo iba el país, qué pensaba yo de las últimas noticias. Y las preguntas que surgían entre las pausas. A veces pedía mi opinión sobre la coyuntura política y los titulares que traía la prensa esa mañana. No era charla vacía, de cortesía. Era su forma de calibrar el ánimo de la gente que lo rodeaba; quería saber qué pensaba yo, porque para él, escuchar era también una forma de normar su estilo de gobierno.
Al llegar al velorio, en Acapulco, descendió del coche con la misma calma con la que había conducido. Saludó a los familiares del dirigente cetemista y a muchos políticos locales, todos con respeto, pero sin ceremonia y luego montó una guardia. Me mantuve discreto, a prudente distancia de él. Al cabo de poco más de una hora, decidió retirarse.
Cuando salimos del aire acondicionado del velatorio, la brisa de la costa nos envolvió con su sal y su calor. René se quedó un momento con la vista fija en el paisaje urbano. Después, despidió a sus escoltas con un gesto breve, casi imperceptible y subimos de nuevo a su auto. Era como si él entendiera que en ciertos momentos la cercanía de la gente no requiere de testigos, sólo de respeto y memoria. Entonces condujo por las viejas calles de Acapulco donde había crecido, las mismas que guardaban la memoria de su infancia y juventud. Con las ventanillas abiertas, reducía la velocidad del automóvil y miraba cada esquina con el mismo cuidado que le daba a sus palabras. A medida que avanzábamos, la gente lo reconocía. Los ancianos, las mujeres, los jóvenes y los hombres de su generación, lo saludaban con un afecto que no pedía nada a cambio.
Buscó donde estacionar el vehículo y entonces ambos caminamos a pie. La gente se acercaba hasta él no a pedirle favores u obtener promesas. Sólo a saludarlo, a estrecharle la mano, a abrazarlo. Saludó a varios ancianos que lo llamaban “René” o “Negrito”, con la cercanía de quien no necesita que lo nombren con títulos. Los escuchó con paciencia, sin prisas, como si para él el tiempo se midiera en esas conversaciones. No buscaba reflectores. Sólo buscaba la mirada de cada persona, el respeto de un saludo sincero. Él no se apartaba, se dejaba querer. Respondía con la misma sencillez de siempre: un gesto tranquilo, una sonrisa sincera, abierta. No necesitaba explicarme nada. Yo entendía que para él esos saludos eran la verdadera razón de su empeño político: la certeza de que la confianza se construye con el tiempo y con la dignidad de no esperar nada a cambio.
Recorrimos esas viejas calles de Acapulco, como si fueran un álbum de recuerdos y finalmente, subimos de nuevo al coche y tomamos la carretera costera, la que serpentea frente a la montaña y el mar, rumbo a su casa. Por algunos minutos condujo en silencio, como si las palabras se hubieran agotado. Pero en ese silencio estaba todo: la certeza de que la política, para René Juárez Cisneros, siempre fue un asunto de respeto y de memoria.
Lo mismo sucedió tiempo después, cuando dejó de ser gobernador y nos vimos en algún restaurante de Polanco, la Alameda, o lo visité posteriormente en sus oficinas de la Subsecretaría de Gobernación, en la Ciudad de México. Me recibió con la misma cortesía de siempre. Allí, entre papeles y problemas que no se veían desde fuera, René mantenía la calma de quien sabe que la política real se hace en lo cotidiano. Hablábamos del país y de Guerrero, de Chiapas, de los políticos y de los colegas columnistas. La gente, sus allegados lo seguía llamando “brody” o simplemente René, como yo, aunque él ya ocupara una de las oficinas más importantes del país. Nunca perdió esa conexión con su origen, ni siquiera cuando los temas urgentes lo cercaban.
En esas conversaciones posteriores supe que para él los cargos no eran la meta. Eran una herramienta para servir. Hablaba con voz pausada, sin adornos, pero enérgica, en lenguaje llano, como si cada palabra la pensara tres veces antes de decirla.
Cuando fue legislador y líder de la bancada priista y presidente nacional del PRI, también respondió con gentileza varias de mis llamadas telefónicas. Me hablaba franco y directo, como quien sabe que el diálogo no se improvisa, pero su tono fue el de siempre: amistoso y sin estridencias.
Pese a que algún malqueriente pudiera decir lo contrario, él nunca quiso ser héroe. Prefería ser útil. Nunca quiso adornos. Prefería la sencillez. Su historia no nació en un escritorio, sino en la arena y las calles; pervivió en la “Miscelánea El Tambo”, que fue su comedero en la playa y también en el barrio.
Ayer el doctor Arturo Abarca —y seguramente que sus familiares, sus hijos y varios de sus más cercanos colaboradores y amigos—, con motivo de su cumpleaños, lo recordamos sin nostalgia vacía, porque fue un hombre que no pidió honores. Le cumplió a Guerrero y a México con integridad y mirada firme. No confundía la prisa con la eficacia, y si bien muchas veces alzó la voz, también alzó la mirada. Así lo recuerdo: de una sola pieza y sin dobleces.
Hoy, su nombre no necesita adornos. Basta para recordar que el trabajo constante y la dignidad valen más que cualquier cargo. René Juárez aprendió primero a ganarse el pan y luego el respeto.
Ese recuerdo fraterno de René Juárez me acompaña y lo comparto con la certeza de que la política, como la vida, se honra con actos, con acciones, no con simples palabras demagógicas o promesas vacías.