Corrupción neoliberal
El presidente López Obrador tiene una manera muy particular de resolver sus dilemas verbales con un “con todo respeto”. Dilema en el sentido de decir algo controvertido o a contrapelo del comedimiento al que se supone está obligado quien habla desde una condición de poder. Es evidente que el presidente no es un ciudadano más, es el hombre con mayores recursos de poder en todos los sentidos de la expresión, legales y metaconstitucionales. Sus dichos tienen efectos y consecuencias, más allá de sus intenciones. Sus palabras llegan a oídos de personas buenas, malas y muy malas.
López Obrador decidió desentenderse del código de contención al que está sometido todo jefe de gobierno comprometido con los valores y actitudes propias de la democracia. Asume que su elevada causa le obliga y le permite romper con principios propios de una autoridad acotada por la ética pública y hasta por la ley. Habiendo muchos problemas y personajes de preocupación para el jefe de Estado, caso de los criminales que han ensangrentado al país, el mandatario escoge objetivo de sus embestidas e insultos a ciudadanos y periodistas, como ocurrió en estos días pasados al referirse al atentado contra Ciro Gómez Leyva.
Por su conducta y por la gravedad de los hechos relacionados con el atentado del periodista pareciera que no acepta que haya otra víctima que no sea él mismo y su proyecto. Es explicable que, si el presidente ha agraviado e insultado una y otra vez a periodistas, incluso a Ciro Gómez Leyva, es inevitable que ante el hecho criminal se hagan referencias negativas al mandatario por crear un ambiente de hostilidad hacia el periodismo, tema denunciado por muchos medios, incluso por organizaciones civiles nacionales y entidades internacionales representativas de irrefutable prestigio y probidad.
Aquí he señalado que una de las hipótesis del atentado contra Gómez Leyva es la de una acción para desestabilizar al régimen democrático, no sólo al gobierno de López Obrador. Visto así, sólo una conjetura, representaría una acción contra la institucionalidad vigente, esto es, contra el Estado democrático. Por esta consideración, sería sensato en todas las partes del espectro político mesura y una actitud de respeto a la investigación de las autoridades competentes para el esclarecimiento de los hechos y el deslinde de responsabilidades.
Es evidente que el presidente piensa de manera muy diferente. Al sentirse amenazado actúa señalando como posibles autores intelectuales a sus contrarios políticos, los del llamado campo conservador. Aludir a un autoatentado es una estupidez. Nuevamente, maniqueamente asume que sus enemigos y los del régimen democrático, los hipotéticos autores del crimen son quienes están en desacuerdo o en la oposición. Aludir a la oposición legítima como partícipe de un intento golpista es una extrema irresponsabilidad, además de una amenaza grave a la coexistencia política. El “con todo respeto” se vuelve la antesala para el exterminio al opositor. Tampoco es un dilema para resolver el descuido de las formas; quizá sin pretenderlo es ir deslizando en el colectivo nacional la legitimidad para el imperio de un régimen autocrático, con el implícito la oposición es criminal y con el explícito de traidores a la patria.
El problema para todos -colaboradores, opositores, ciudadanos, medios de comunicación- es cómo lidiar con un presidente en permanente guerra con sus enemigos imaginarios. Los reales existen, pero son ignorados. El asunto tiene relevancia no sólo por el poder que se concentra en la presidencia, sino por la personalidad del ahora mandatario quien se desentiende de las consecuencias que pueden tener sus señalamientos y las inercias de persecución que desencadena en sus colaboradores y no se sabe cómo se procesen en el imaginario de los criminales. Sin cuidado le tiene el exceso de significado de sus palabras, al tiempo que la sociedad, con más preocupación que asombro, advierte la degradación de la responsabilidad asociada al poder presidencial.