Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Al inicio no fue mi ciudad preferida, la gente me parecía ruda, nadie pedía disculpas en el Subte, pasaban sobre ti como si no existieras, se molestaban si leías de reojo los diarios.
Tenía frío, todo era gris, no me gustaba el Dulce de Leche y encima pesaba sobre mí la profecía de los viajes.
Llegué a Mexicali en 1992, en 2002 dejé Baja California y en agosto del 2006 me perdí de nuevo rumbo a América del Sur con ganas de jamás encontrar la salida, volví a huir en 2008 hacia Europa y ahora aquí estoy de nuevo, en 2012, esperando el momento para visitar el Medio Oriente.
Ya me habían advertido en la calle de Londres de la Colonia Juárez. Laura con la palma estirada, nerviosa, desconfiada, en la mesa de un café cualquiera mientras la mujer de voz grave señalaba mi línea de la vida y decía: “Harás un cinco viajes importantes en tu vida, tendrás dos hijos, te será difícil enamorarte, nunca nadie te regalará nada, tus logros costarán mucho, todo será producto de tu esfuerzo.”
En realidad las gitanas me asustan, muy especialmente cuando insisten en echarte la suerte, más a los 15 años la curiosidad supera cualquier miedo, así que recordé la profecía cuando tocó mi turno de exponer, 20 años después, en el Barrio de la Chacarita, cerca de San Telmo.
Se trataba de pararse frente a un grupo y defender la patria, yo tenía la suerte de representar al país que milagrosamente en ese tiempo, resultó puntero en las pruebas escolares.
Estando en el salón, con los compañeros cubanos a mi derecha y él, a la izquierda, me dieron la noticia: México había obtenido el puntaje más alto en las Pruebas PISA, rebasaba a sus eternos adversarios, a nadie mas que a mí me dio gusto y no fui discreta, las compañeras argentinas, las brasileñas y por supuesto los chilenos, comenzaron a mirarme de reojo hasta que explotó la bomba.
Hablábamos de política educativa de 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde durante varios meses. 32 compañeros de ministerios educativos de América Latina y El Caribe, yo era la única mexicana.
En esa ocasión me tocaba exponer y pasé al frente con una gran sonrisa. Hablé de un sindicato, el más grande del mundo, dije, aglutina a 1 millón 400 mil maestros, les contaré lo que sucede.
Todo iba bien hasta que alguien hizo una pregunta y yo respondí como siempre, como me habían enseñado en mi familia, como se le dice a los niños que es educado responder, como se supone que debemos contestar cuando alguien nos hace una pregunta y no escuchamos o se nos llama por el nombre, o se nos solicita alguna opinión: “¿Mande?”.
Fue entonces que lo odié como a nadie en el mundo. Su barba me pareció hosca su estómago voluptuosamente vulgar, le vi joroba y malos modos, comencé a pensar en su madre y su familia antes de responderle, porque todo buen amor inicia con un desencuentro.
Sentí que tenía el rostro desencajado cuando me dijo: “¿mandé?, ¡mandé!… ¿Por qué los mexicanos siempre se sienten menos?, ¿por qué no se quitan el yugo del rostro?, ¿por qué siempre actúan como si los estuvieran pisando?… ¿mandé?, me dijo frente a todo el grupo, ¿mande quién?, ¿quien te manda?, no eres una criada sino una funcionaria”.
Chileno de mierda, pensé pero no lo dije.
El salón estaba en silencio, nadie hablaba. Algunos esperaban que me le fuera encima, otros cuchicheaban sus propias respuestas, el maestro que coordinaba esa cátedra tosió y yo pensé en los mexicanos y nuestro mande eterno.
Conteniendo el enojo dije: “Mande no tiene que ver con autoestima, los mexicanos tenemos una educación que tú jamás entenderías ni podrías practicar.”
– Los mexicanos debieran quitarse tantos siglos de conquista y levantar la cara, ya se han ido los españoles, me respondió ufano.
Quedé perpleja, habíamos hecho equipo varias semanas, en más de tres ocasiones insistió en acompañarme hasta el departamento que yo entonces habitaba, me enseñó a tomar Fanshop en una cervecería del barrio.
Creí que el orgullo que él solía profanar por pertenecer al partido que había ganado el poder y que logró a la primer mujer presidenta chilena había llegado al extremo hasta volverlo un soberbio insoportable.
¿Qué le sucedía esa tarde?, ¿por qué de pronto me odió?, si tantas veces comió de mis platillos mexicanos pregonando que eran deliciosos, ¿por qué ahora me reclamaba el mande?
– Cuando me expliques por qué asesinaron vilmente a los indígenas Mapuches y lo siguen haciendo, cuando me cuentes porque mataron a su presidente a traición y te acuerdes lo bien que los recibimos durante su dictadura, hablamos.
Respondí con el rostro rojo del coraje, bajé del podio y fui a sentarme al sitio de siempre, justo a su lado y dije, por favor te haces para allá porque ocupas el espacio de dos y me incomodas.
No hablamos más, hasta la escena del alfajor Havanna.
Volví sola a casa, con mi paso de siempre, solitario, arrebatado. Caminaba ensimismada rumiando una y otra vez en el mande hasta enojarme.
Y pensé en mi madre diciéndome frente a los invitados: “No se dice qué, se dice mande”, y recordé los audio cuentos que solía escuchar en el LP de mi casa por las tardes, con la voz de Marga López regañando al hijo que se había mandado hacer de galleta de jengibre y ojos de gomita: “¡Eres un grosero!, no me faltes al respeto, cuando te pregunte algo me dices mande”.
Una vez en el departamento 4 de la Torre San José, habiendo saludado a Rosana y Christiana, las dominicanas con quienes compartía el piso, tomé el diccionario para saciar mi rabia.
Jamás había caído en cuenta del mande, nunca significó sometimiento, nada tenía que ver con ningún sentimiento de conquista que todavía perduraba, era sólo un decir, una palabra simple, suelta, no significaba nada para mí, me dije buscando la letra j, luego la l, la m… ¡Mande!… Mandar (Del lat. mandāre). Dicho del superior: Ordenar al súbdito. Imponer un precepto. Equit. Dominar el caballo, regirlo con seguridad y destreza. Loc. interj. U. para declararse dispuesto a cumplir los deseos de otro. Verb. despect. coloq. Estar anticuado o pasado de moda. (RAE)
Me molesté aún más, no tomé café, fue una tarde para lamentar el uso de un vocablo tan injustamente arraigado en mi habla, que quise arrancarlo de la lengua y aventarlo lejos, para que se estrellera impunemente en la banqueta y fuera pisoteado por todos los caminantes.
Jamás volvería a decir mande, nunca me enamoraría de nuevo. Las profecías y la buena educación podían irse al caño. Comencé a llorar, me sentía humillada y cuando estaba a punto de meter el rostro entre la almohada sentí que alguien entró, ignoro con qué permiso, hasta mi cuarto.
Con mucho cuidado puso su mano en mi cabeza, besó mi hombro. El calor de su palma me ardía en la piel y en lugar de molestarme seguí llorando.
– Los amigos son para decirse la verdad, susurró en mi oído. Llevabas varias semanas diciendo mande. A cada mande sentí que te apocabas y frente a mis ojos eres enorme, bella, grande.
Amar siempre resulta doloroso cuando se hace sin miedo a quedar desnudo, a perderlo todo, cuando se ama en libertad, sin temores.
Esa fue la última vez que me enamoré, según decía la profecía de la gitana, con todo lo que soy hasta olvidar mi nombre:
he olvidado tu nombre, Melusina,
Laura, Isabel, Perséfona, María,
tienes todos los rostros y ninguno,
eres todas las horas y ninguna,
te pareces al árbol y a la nube,
eres todos los pájaros y un astro,
te pareces al filo de la espada
y a la copa de sangre del verdugo,
Esa fue la última vez que dije mande, mande usted, usted ordene, aquí yo mando, a tu disposición, su servidora.
Sin embargo volví a recordar el amor y esa palabra que quema hace muy poco en estas calles, mientras sobre la bicicleta pedaleaba rumbo a la oficina pensando cómo será la tierra de mis abuelos.
Fue en un semáforo en alto cerca de Reforma, sobre la cerca de malla metálica en la que suelen colgar pancartas. Bajé el pié derecho para descansar la bici, giré el rosto y vi, sobre una lona blanca escrito a mano con pinceladas burdas y negras: “Aquí no manda usted, manda el pueblo”, y entonces lo recordé a él, al chileno de la barriga enorme y la barba que, pensándolo bien no era vulgar, y me acordé de su mano y la mía caminando hacia el Río de la Plata y de las noches interminables en que juntos, sin nada más que la piel hablamos sobre los mandes y esas ideas que impiden que tomemos decisiones y nos aplastan, hasta que alguien sonó desesperadamente el claxon y me sacó de Buenos Aires para ponerme de nuevo en mi lugar, pedaleando sobre la acera, a 29 días de una elección que deberé tomar, igual que muchos, sin que nadie mande sobre mis decisiones ni me diga qué hacer, por que aquí, sólo yo mando y mandamos todos.
Una nota más sobre el sometimiento del lenguaje: Quizá otra muestra del carácter respetuoso y atento de la variedad mexicana de la lengua española pueda verse en ciertas fórmulas de tratamiento, cuya explicación podría buscarse no sólo en situaciones sociolingüísticas concretas de tiempos pasados, sino también en el ámbito de cierta ritualidad que, hoy como siempre, opera de manera insensible en la comunicación lingüística.
Aquí entran expresiones tales como mande (usted) o a sus órdenes, que solemos usar cuando somos requeridos por alguien, independientemente de la diferencia jerárquica (social, económica, de edad, etc.) que se dé entre los interlocutores.
Quizá el origen histórico de esas fórmulas haya sido en efecto una relación de sometimiento; habría que investigarlo. Hoy empero deben considerarse, al menos eso creo, como una manifestación más del carácter señaladamente cortés del español mexicano. (Minucias del Lenguaje, José G. Moreno de Alba, FCE).
**Mexicana y madre de Abril, especializada en difusión de políticas públicas. Es Maestra en Política Educativa por el IIPE-UNESCO París (2007). Es Licenciada en Comunicación por la UABC y Técnica en Paidología (Educación Preescolar), con estudios de posgrado en la UNESCO Buenos Aires y FLACSO México; así como de periodismo en CEU-PART Televisa y la XEW México. Novelista y apasionada “tejedora de historias”.