TEJEDORA DE HISTORIAS: Aparatos para torturar o De las vecinas con peluca

10 de julio de 2012
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Laura Athié

Un hombre sangra mientras la gente pasa indiferente, caminando ocupada como si no sucediera nada. Nos detenemos a verle, la daga oxidada penetra desde el centro del pecho hasta la parte inferior del mentón, apenas nos mira de reojo, una correa metálica redondea su cuello, no hay lágrimas, sólo un pequeño hilo de sangre que escurre desde la comisura de su boca. Me estremezco, pienso en su dolor, recuerdo a Manchas.

 

Collar Isabelino

Manchas es mi perro, un Jack Russel Terrier que pudo haber sido feliz, amar con locura y tener cachorros si no hubiese llegado a nuestra casa, en donde todo mal se ve con miedo, en donde cualquier protuberancia, grano o purulencia parece peligrosa, en donde una tos preocupa hasta convertirse en asma.

Ahora Manchas, sin un testículo, corre emocionado al salir de la jaula en la que el veterinario le tuvo por una larga noche.

Quiere correr, imposible, mueve el cuello y no se logra ver ni las patas, algo blanco le rodea, le imposibilita el camino, llora.

Ahora mientras escribo camina avergonzado con su instrumento de tortura al cuello, un Collar Isabelino vergonzante que deberá portar hasta que su herida, del testículo y del corazón, sanen.

Come croquetas sin deglutir, tal vez pensando en todas las perras que no amó.

Adelante otro aparato inquisidor, terrible, extenso. Pinzas color cobre con formas caprichosas y macabras en la punta: un cocodrilo, un pez dentado, un lobo, una mujer.

Las instrucciones indican que habrán de introducirse en la boca del condenado a fin de tomar la lengua lo más apretado posible, de preferencia y para mayor efecto, las pinzas deberán estar calientes, al rojo vivo, es así como sale mejor la lengua porque se arranca quemando la piel y la sangre de inmediato para no ensuciar de mas y se evita por tanto, pasar la tarde limpiando.

 

El molesto del muro

Manchas se pierde en la sala, reviso mi muro y de nuevo alguien molesto: esto no es la FEPADE, ¿por qué no dejan de quejarse?, nada va a cambiar, sigamos adelante me escribe.

Ha escrito casi a diario sin leer. No se fija en un post que habla de tolerancia, él se queja, le molestan las pancartas en las calles, los jóvenes que levantan la voz, las bardas, le enoja que en lugar de encontrar chistes haya consignas, que el tema en cuestión le sea ajeno.

Yo no soy 132, escribe con mayúsculas. Seguro que no, pienso, reviso su perfil, le conozco, sólo que no me había dado cuenta que parece ser 1900 o tal vez más atrás, su mirada es la de un juez de la Santa Inquisición, me río y no puedo enojarme con este hombre molesto con mi muro, si parece haber sido criado en un huevo jurásico.

No le respondo, sigo revisando comentarios en el Face. Ojalá y estos muros fueran verdaderos y pudieran leerse en todas las calles para molestar a muchos que viven creyendo que la realidad aplasta.

A las mujeres blasfemas, faltas de respeto con el marido, lujuriosas o de aspecto diabólico, más valía colocarlas en el potro triangular.

Primero había de quitarles la ropa y golpearlas, de preferencia con látigos con puntas o de metal caliente sin matarlas, porque de lo contrario se acabaría el tormento.

Luego, tras haberles incrustado en la cabeza la cinta metálica que les permitía colgar del techo, se anudaban los brazos por detrás con una cuerda que jalaba poco a poco el verdugo con total tranquilidad, mientras ella, muy seguramente practicante de magia blanca y perjurio además de maldita, iba cayendo con el peso de todo su cuerpo, encima de el triángulo de madera de grandes dimensiones y punta conífera, hasta que aprendiera a no decir malas palabras.

 

La directora

Trato de concentrarme en mi escritura aunque la rabia que no es particular, y que me consume desde el pasado 1 de julio hace que me arda el rostro.

Estoy molesta, es el enojo generalizado, mala suerte de la directora que tuvo que entrometerse justamente hoy.

Me ha citado mañana, quiere una vez más convencerme de los beneficios del psicoanálisis, me duele el estómago de recordar la junta reciente: ella, yo, un hombre que no sé de dónde ha salido que sólo habla sandeces y el psicoanálisis.

La adolescencia, mi hija, más vale comenzar la terapia desde ahora si no, después será imposible, asegura. Pienso en mi vida, jamás visité un psicoanalista, pude existir, pienso en Abril y un diván, sentada hablando 45 minutos sobre sus traumas en aburrición total frente a un total extraño y me da miedo.

¿Cuántos compañeros míos habrán sido inquietos?, tal vez a la maestra de primaria le bastara conmigo pero nos pudo educar, ¿por qué la escuela suele correr al auxilio del Riboltril, las terapias, los tranquilizantes?…

Sigo escuchando a la mujer, noto su rostro desfigurado, la tensión del cuello, el excesivo movimiento de sus ojos y pienso, mientras su boca y voz se me van difuminando hasta quedar en silencio, ¿cómo le habrá ido con el psicoanalista?, parece que no le ha funcionado nada.

Cuando veo la imagen lo recuerdo: el ladrón de los ricos que llevaba dinero a los pobres murió igual, en una diminuta celda no mayor a su propio tamaño en cuclillas, inmóvil por horas, días, años, en espera de una libertad que nunca llegaría con el tic tac en su cabeza.

La gota que torturó a Chucho el Roto en San Juan de Ulúa no es un método tan nuevo, la mayor bondad de su uso en las épocas inquisidoras era la capacidad de volver loco al que la recibía.

Esa única gota que caía constantemente en el mismo sitio del cráneo, desquiciaba hasta al más pecador antes de provocarle la muerte.

 

El despertador

Suena de nuevo, 5 minutos más, lo apago. El tiempo se vuelve nada y las bocinas de los autos suenan como si fueran suficientes para movilizar el tránsito. Ni hablar, me levanto, ¿quién habrá inventado semejante instrumento de tortura?, me pregunto.

El cepillo de dientes, el jabón, un café y las bocinas siguen. Miro de reojo el despertador y no puedo evitar odiarlo. Odio su tic tac, odio la forma en que recorta el tiempo, odio que propicie el adelanto de noticias, luego lo odio más, cierro la puerta y me entristezco.

Ese tiempo que todo lo destruye y que no deja espacio para la felicidad. Mientras bajo en el elevador sufro, ya estoy pensando en la historia de la mujer que llena formatos.

Sobre la tabla agrietada de sudores y excremento, sal y sangre, se coloca adecuadamente estirado el cuerpo del culpable. Lo mejor es que antes que haya sufrido la vergüenza pública, atado a una rueda o dentro de una jaula que permita que la gente le grite, le escupa o le lance piedras por pecador, falso, traidor y fraudulento.

Después, se ata a sus pies una piedra lo suficientemente pesada como para que nadie la levante y menos en esa posición tortuosa, entonces, se va jalando poco a poco su cráneo, sus brazos y su cabello con cuerdas amarradas a los extremos contrarios.

El potro funcionaba mejor si el culpable tenía el cabello largo porque así, además de que los huesos de los hombros se dislocaban y terminaban por romperse, sucedía que por el estiramiento podía separarse el cuero cabelludo del cráneo, de modo que el penitente de verdad se arrepintiera de sus fechorías antes de que le llegara el estirón final, que le desnucara para llegar con el cuello colgando a los infiernos.

 

La vecina

A punto de llegar a la planta baja para dirigirme a mi trabajo, el elevador se detiene. ¡Lo sabía!, no es la Ley de Murphy, es su ley, como la ley del monte, es la Ley de la Vecina.

Ella dice que no pero usa peluca, puedo notarlo cuando abre la puerta como todos los días y me saluda. No importa si trato de apurarme, si subo 5 minutos después o antes, si aprieto el piso 7 en lugar del 1, la vecina de la peluca me huele, me sigue, me espía, me tortura.

Con su voz de silbato camotero comienza: que si su esposo, que si las novelas, que si el impuesto, la luz, el sereno. Trato de respirar y le imagino calva, explicándome cómo fue que perdió el cabello y qué hace para conservar las pelucas.

Hubo quienes por una semana, años o la vida entera, vivieron cargando piedras en una carretilla que les era atorada al cuerpo con un grillete, que podía causar gangrena o llagas.

Su destino era así, dormir con la carretilla, despertar, empujarla, llenarla de piedras hasta que cayera el sol y su propia existencia: la carreta, piedras, un kilometro, varios.

Otro día, de nuevo piedras, carreta, llagas, luna, casi la muerte, carreta, piedras, sudor, frío, lluvia, hambre. Una existencia inmunda por pecados heredados, merecidos o no pero que debían purgarse.

 

Formatos

A veces a pie, en auto o en bicicleta, siempre como hoy, he llegado. Antes de subir las escaleras, pienso en ella con nostalgia… hubo una vez una mujer que soñaba con escribir atrapada en la oficina, triste como la lluvia, más a cada número, a cada hora.

Su memoria de arena volaba hasta perderse, hasta que un día, en una quincena, ya no pudo recordar su historia y se preguntó la razón por la cual lloraba, mientras seguía llenando cuidadosamente un formato cuyas cifras no daban la cantidad correcta.

La Exposición Instrumentos de Tortura puede verse en el Palacio de Minería, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Ahí se encontrarán desde La Doncella de Hierro, un sarcófago con puntas por dentro, la Guillotina, hasta el Cinturón de Castidad, en una colección de piezas usadas para infligir dolor a seres humanos, divida en cuatro secciones: instrumentos de humillación pública, aparatos para torturar, instrumentos de pena capital e instrumentos de tortura contra mujeres.

QMex/la

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