Abanico
Al contrario de las lobas comunes, no suelo transformarme cuando sale la Luna. Soy brillante y redonda como ella en ciertas estaciones del año, más lo mío es a la inversa: el cabello no me sale rebelde sobre la piel, se ausenta, me abandona, lo voy perdiendo hasta quedar lisa como las perlas. En lugar de volverme negra y salvaje, me pongo roja con tintes violáceos y, para colmo, tan sentimental que me da por cantar cuando camino.
No soy loba nocturna que regresa a su personalidad original al amanecer, soy feroz siempre, cada hora del día. Aúllo cuando estoy desesperada y no devoro a nadie con los dientes ensangrentados, ni siquiera me gusta la carne asada y tampoco el sol, ésa es una de las razones por las que abandoné Mexicali.
A decir verdad, soy la vergüenza de los licántropos, de ahí que no me junte con la manada, y es que me ha sido difícil superar mi condición anterior de libertad, cuando volaba ligera, colorida como mariposa. Recuerdo el rostro del doctor Fidencio —que aún debe tener su despacho en la colonia Nueva, justo frente a la Biblioteca Central— cuando me lo dijo. A ese hombre grande, de voz grave, tan sobrio como la bata blanca que usaba al recibirte, en cuya solapa se leía: “Fidencio Cons Molina, Reumatólogo”, le debo la vida.
Él me reconoció de inmediato, aunque yo no dije nada. La primera vez que nos vimos yo vivía una angustia dolorosa, constante, la desigualdad de mis extremidades, el aumento incontrolable de éste o aquel músculo, el estiramiento del nervio de la pierna o el brazo. Yo no podía controlar mi cuerpo, sin saberlo, me estaba transformando y, encima, la mariposa que era ahora estaba quieta, morada sobre mi rostro, marcadamente notoria desde la mejilla izquierda a la derecha por sobre la nariz.
En aquellos tiempos solía jugar softball y pertenecía al grupo de estudiantes que acababa de ganar el campeonato universitario, mas juro que no usé argucias lobeznas para hacer trampas, mi brazo no era lo poderosamente fuerte que mis compañeras esperaban cuando el enemigo corría de una base a otra. Aunque me gritaran duro “Laura, ¡la bola!, ¡vamos, Laura, con todo!”, la pelota iba tan lenta como mi memoria vaga bajo el sol de 40 grados en el césped verde. Comencé a notar que mis nudillos eran boludos, por entre los dedos aparecieron llagas y todavía no eran tiempos de Luna llena. Pasaba horas preguntándome qué me sucedía, en qué extraña bestia me estaba transformando.
En el consultorio retro, una enfermera malencarada dijo que me sentara. Aguardé hojeando esas aburridas revistas de médicos que abundan en las salas de espera. Una puerta en medio se abría y cerraba para dejar pasar hombres con bastones, señoras de bata, niños llorones. Cuando me saludó, sintió mi mano y vio sus manchas rojas. Dijo: “Toma asiento, se llama síndrome de Raynaud”. Yo lo miré con miedo, porque Fidencio no sonreía, rara vez decía bromas, sus palabras eran tan serias como las lápidas de las tumbas, que de tan pesadas, con el tiempo se quiebran tras la lluvias inclementes.
Hube de desvestirme, abrir la boca, sacar la lengua, fijar la mirada, sentir una luz potente en el ojo, dejar que oyeran mi respiración y contar los latidos de mi corazón que llegaban suaves hasta la vena enorme que corona mi mano, como la de mi padre, que de tan amplia parece que lleva un torrente de sangre con olas y remolinos.
Con esa mala costumbre de acudir sola a enfrentar los malos momentos, no aguanté el llanto cuando por Fidencio descubrí que la mariposa morada fija en mi rostro, estaba dejando huellas en otras partes del cuerpo: rodillas, codos, nudillos, puños, eran rojos como volcán en erupción, incluso había llagas al interior de mi boca y manchas dolorosas dentro de mi nariz. Tal vez no quise ver todo eso cuando me desnudaba en la soledad de mi baño, quizá me negaba a aceptar la irremediable transformación.
Pero no había vuelta atrás. “¿Sería el calor?, ¿la herencia familiar?, ¿o tal vez quieres morirte?”, me dijo la mujer que estaba a mi lado en la cama del hospital Almater, en la tercera recaída que tuve, justo después de que nació mi hija.
“Quieres morirte, mira —dijo estirándome un libro ancho y de diseño horrendo con un arcoíris en la portada que hablaba sobre las enfermedades y la fe—: el cáncer viene del rencor, la artritis de la búsqueda extrema por la perfección y —recuerdo que sentí escalofríos cuando llegué a mi enfermedad— lupus eritematoso sistémico, te das por vencida, te quieres morir”.
Ya no era más la Laura de la larga y hermosa cabellera castaña hasta la cintura que amaba la vida. Ahora me sentía mazorca desgranada, adolorida, postrada en una cama sin fuerzas para más, pero de ninguna manera me daba por vencida. Tuve que repensarme y creer tras haber perdido un hijo: “Yo le advertí que no se embarazara” —me dijo una vez más Fidencio, enorme, impenetrable, mirando el suero—, se lo dije.
Pero yo no quería morir, sólo temía aceptar que ser calva y brillante como la Luna es soberbio, que mis ojos se verían aún más grandes, que la mariposa que pintaba mi rostro y los huesos hinchados que se deformaban, eran sólo una condición momentánea en mi existencia y que yo, Laura, sí podría ser la madre de Abril que hace poco cumplió 10 años.
Saberme licántropo fue muy duro, pero sirvió para construir mi fortaleza, para renacer.
Pasé varios años asimilando que lo mío era para siempre, descubriendo que podía seguir, aunque los folletos que me dio el doctor Fidencio dijeran lo contrario. Tuve que crear mi propia fórmula sin homeopatía ni pastillas, después de haber recibido inyecciones de Metrotextate varios años.
Lo primero que hice fue investigar sobre esta enfermedad parecida a mí, impredecible, impaciente, apasionada, que jamás se rinde, grandiosa cuando asoma a la superficie de mi piel y con un tesón impresionante cuando trabaja callada en mi cuerpo. Pero tal vez lo más importante para aceptar mi nueva condición de licántropo fue hacerme amiga del sol y de la naturaleza, entonces me pensé flor, árbol, ave, tigre y me salieron garras.
Por supuesto que mi familia se angustió pensando en que mi corazón se detendría como en un desamor. Algunos, como el instructor de buceo que me negó la entrada al curso, me creyeron inválida. Frente a los incrédulos seguí, porque me permití vivir e hice un compromiso que me ha funcionado, haya o no Luna llena:
Investigar sobre mi condición. Que no te sorprenda la enfermedad, dile que la conoces, recuerda que lupus significa lobo, fue llamada así por su índole corrosiva en la piel y mucosas, por los tubérculos que ulceran y destruyen las partes atacadas.
No dejar el medicamento aunque pruebe otras alternativas. Sigue el tratamiento alópata aun teniendo a los astros de tu lado o la cartera vacía. Busca espacios para la paz y evita los malos vicios, a menos que sean el ciclismo, la escritura o el cine. Nada que dañe tu vida debe ser bienvenido.
No busco motivos para entristecerme. Si te duelen los huesos, te lastiman las manchas o la caída de cabello mina tu autoestima, recuerda que no necesitas pelo para mirar al cielo. Conoce tus síntomas, anticípate a los cambios, trata de dominar tu cuerpo. Asume un papel activo en tu tratamiento, no dejes que nadie te sobreproteja o te crea incapaz, tu vida puede ser normal e incluso mejor y más apasionada. Aprende a leer señales, descubre cuando estés a punto de sufrir un brote. Si comienzas a sentirte más cansado, tienes dolor articular, salpullido, fiebre o mareo, atención: estás a punto de convertirte en loba.
Pienso en mí como un todo. Corazón, riñón, hígado, medula espinal, cerebro y huesos, cada parte eres tú, nada ni nadie va a dañarla. Tener lupus significa que tu cuerpo se defiende de ti misma, gérmenes y bacterias que no existen, dañando tus órganos si no te cuidas. El lupus eritematoso sistémico (les) es una enfermedad autoinmune, como si tu cuerpo se hiciera alérgico a sí mismo con la producción de anticuerpos agresores, al contrario de lo que sucede en el sida o el cáncer, donde es la ausencia de anticuerpos y células defensoras lo que ocasionan la enfermedad.
No temas. Desde que soy loba, ni siquiera las balas de plata me asustan. Sé que a la fecha no existe cura para el lupus, pero he aprendido a conocerme y me repito cada mañana, cuando tomo la aspirina junior, el Imuran, Plaquenil, Meticorten y el calcio, que la vida soy yo y que aunque me duelan las manos puedo escribir y que el entumecimiento de las rodillas no impide que nade, bucee, me aviente en paracaídas, viaje o monte en bicicleta para llevar a Abril a su escuela.
El lupus afecta nueve veces más a la mujer que al hombre, y se puede presentar en cualquier etapa, pero es más frecuente en edad reproductiva. Yo comencé a padecerlo a los 21 años y tardé seis en decidir ser loba feroz y afirmar que ninguna enfermedad va a detenerme por más apasionada que sea, por eso hice un pacto con la Luna: cuando quede calva, me haré el tatuaje más hermoso sobre el cráneo para que cuando ella lo vea desde los cielos, recuerde que tenemos un secreto.
Para mí constituyó un reto inusual volver a ser.
Decidir que regresaría a mi tierra, la Ciudad de México, después de diez años con Abril de seis meses, como mi padre pronosticó y de su mano, pero no derrotada.
Entender que mi madre estará cerca cuando puede y como puede ser, y que debo aprovecharla, así, sin pedirle más porque ésa es su forma de quererme.
Bajar la guardia ante mi familia y dejar de nuevo que me vieran, me apoyaran y tomar lecciones de humildad.
Cerrar ciclos y aprender a quererme de nuevo.
Redescubrir en el hombre que amé al padre de mi hija y transmitirle a ella lo valioso que de él conocí en su momento, entendiendo que nuestra etapa juntos se acabó.
Saber que no soy todopoderosa y que simplemente soy yo, así, con toda esta maraña de defectos que me permiten ser feliz.
Entender que ahora somos dos y que no debo agachar la cara, sino mirar al cielo, para que igual lo haga mi hija.
Hubo entonces algo que me salvó: el saberme querida por mi gente y por Dios y la risa de Abril, bendito bálsamo de fe. Y seguro que sí, hay algo que funciona con las lobas que tienen lupus y, sobre todo, con las tercas que se creen que pueden desafiar a la salud: creer.
Sé que Dios confió en mí y me dio otra oportunidad que camina por los pasillos de mi casa y me dice: “¡Mamita, te amo en la lluvia!”.
Por eso estoy, por ella soy y decido seguir.
Fue así como me convertí en loba.
5 de mayo de 2005
Tengo 35 años y una hija maravillosa llamada Abril, que es un milagro.
Vino a mi vida contra todo pronóstico médico y social.
Todavía recuerdo la primera vez que la vi. Era chiquita y muy larguiruchis, tanto que casi podría abrazar la Luna.
Ahora estamos en la cama viendo los pájaros con la piel quemada. Hemos venido a romper corazones en la playa.
Ha sido una gran sorpresa descubrir éste, mi diario secreto de adolescencia, en las cajas de la mudanza de Mexicali. Estuvieron cerradas durante un año, hasta que Eneida me convenció de abrirlas y por fin me di valor.
Cuando Abril vio mi vestido de boda dijo: “Mamá, eres maravillosa, ¡tienes un vestido de princesa!”
(Aquí termina mi diario personal, aunque yo sigo y sigo escribiendo y de vez en cuando aúllo).
Este es un fragmento del libro Calva y brillante como la luna. Diario de una loba contra el lupus, de Laura Athié, que será presentado el 22 de abril próximo en el Congreso GLADEL Internacional de Lupus en Buenos Aires, Argentina.
QMX/la