TEJEDORA DE HISTORIAS: Diálogo de locos o Así no nos vamos a entender

16 de noviembre de 2012
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1:15
Laura Athié

Manchas, mi perro, ha subido de peso desde la castración. El puro termino médico me pone nerviosa, a él en cambio, lo ha puesto regordete desde que salió del quirófano.

Para que no engorde le pongo la correa, llamo a Paz la perra Chihuahua y salgo a comprar un helado. Sólo para que él haga ejercicio, mientras yo sigo comiendo más.

Al girar sobre Reforma y Sevilla escucho unos pasos. Alguien me sigue y grita “guau”. Una niña coreana y diminuta jala a su padre detrás de mi perra. Manchas no se inmuta, ya es un perro maduro. “Guau, guau”, le grita hasta que la saca de sus casillas. Paz gira su cuello blanco y le responde. La perra y la niña se comienzan a ladrar. “Son cuatrocientos perros”, dice el padre. Seguimos caminando.

La niña del guau ahora a mi lado, el padre coreano va pasos atrás y el guau que sigue. ¿Quieres tocarla?, pregunto. Ella mira al padre como suplicando, dice: ¿guau?

–          ¿Qué si quieres tocarla?, insisto.

No, responde, el padre me sonríe. ¿Guau?, me pregunta la niña. Se llama “Paz”, es una perra, digo mientras Manchas se impacienta. Yo no hablo coreano, la niña no habla español. Para ella “guau”, es perro, para mi, “¿quieres tocarla?”, es una invitación.

¡No! –grita el padre cuando ella finalmente acepta y acerca su mano a la perra Chihuahua que empieza a temblar.

–          No muerde, le digo, no es brava.

El padre no habla español, sólo sabe decir 3 palabras. Ya no me sonríe. ¡Son cuatrocientos perros!, me dice muy enojado. Estoy confundida, yo sólo traigo dos.

La niña me dice, ¡guau!, es el guau más fuerte y serio que le he escuchado desde que me sigue.

Para ella el guau es, ¡vete con todo y tus perros!, para mí es, “deja de molestar a mi papá”. Para el papá “son cuatrocientos perros” es: “tus perros son malos, mi hija no los tocará”. Para mí, cuatrocientos son trecientos noventa y ocho más de los que tengo en casa.

Para Manchas, mi Jack Russel Terrier que sube de peso de manera alarmante y sólo tiene un testículo, “son cuatrocientos perros” es un halago. Él me jala como diciendo, vámonos pronto, no nos entendemos aquí. El coreano continúa, como para que lo escuchen hasta la otra acera: “¡Son cuatrocientos perros, son cuatrocientos perros!”.

Tomo a mis dos perros que sólo son dos y avanzo.

El coreano sigue gritándome metros atrás, el guau de la niña apenas se escucha.

Paz, mínima y digna, los ignora como si no existieran, en cambio Manchas va caminando fuerte, orgulloso, enorme, como si tuviera cuatrocientas patas, como si todas las perras del mundo fueran para él.

 

Fumadora y regentea

Trato de concentrarme en mi escritura mientras Abi toma teatro. Estoy en la cafetería de la Escuela Mexicana de Escritores en Coyoacán, como todos los sábados. Llegué antes que nadie, ocupo la mesa de siempre. A los 30 minutos aparece un maestro de cabello largo, gran nariz y bellísima sonrisa que me saluda. “Escribiendo a todo lo que da”, me dice y reímos. No sabemos nuestros nombres pero le doy un abrazo, tiene buena vibra, hablamos como grandes amigos.

 

Habiendo 7 mesas libres, justo a lado mío se instala una mujer y enseguida otra y luego otra más. Ponen en la mesa dos cajetillas de cigarros, varias coca colas. Una de ellas suele hablarle en voz alta a su hijo: “Apúrate, has la tarea, apréndete el guión. Ya ha hecho varias películas, está haciendo comerciales, siempre lo contratan”, me dice. Yo no he dicho ni buenos días.

Otra me pasa un teléfono de un tipo que ni conozco. “Escríbele –me recomienda–, mándale las fotos de tu hija, él las llama a castings, pagan muy bien”. No estoy segura de querer enviarle las fotos de mi hija de 10 años a un tipo desconocido para regentearla. No necesito que Abi gane bien.

Encienden los cigarros, comienzan a fumar. “Ay, tú siempre escribes y escribes”, ¿cómo le haces güey?”, me dice una. Oye güey, cómo has bajado de peso desgraciada, le dicen a otra que recién se asoma. Llega otra más, ya son 6 y otra cajetilla de cigarros más.

Oye güey, ¿por qué bajas tanto de peso güey?, pregunta la del tipo regenteador de niños.

–          Desayuno atún con lechuga, como atún con lechuga, ceno atún con lechuga, hago ejercicio, responde la otra.

¡Desgraciada!, yo jamás, dice la del hijo. Has la tarea, apúrate, estudia ese guión. Siempre lo contratan, dice, le pagan muy bien. Jamás he visto sonreír al hijo que debe tener un año más que Abril, mi hija, aunque le paguen bien. Ya hizo dos películas, sigue la mujer.

Comienzan a hablar de sus maridos, se quejan, más cigarros. ¿Oye güey, cómo te concentras?, me insisten. Me pongo los audífonos. No me concentro. Tosen como locomotoras viejas. Le subo al volumen de la música, ellas fuman, el humo viene a mi mesa.

¿Y cómo le haces para estar tan delgada desgraciada?, vuelven a preguntar. La otra cuenta la historia del atún por tercera vez. Sus cuerpos voluptuosos se mueven sólo un poco para que se siente otra más. Siguen tosiendo, con las voces graves continúan hablando de los malos maridos que les han tocado, de lo mucho que contratan a sus hijos, de lo bien que les pagan. Ninguna escucha a la otra, son monólogos en común.

“Si ya terminaron su clase –les dice un muchacho– los niños no pueden estar aquí”. En la otra esquina una maestra de ruso trata de estudiar con un alumno que practica pronunciación. “Sí, ahorita nos vamos”, dicen.

Para el muchacho, “no pueden” significa: “váyanse de aquí ahora mismo señoras”. Para mí, “apaguen los cigarros y fuera, ¡no me puedo concentrar!”. Para ellas significa “ahorita”, en 2, 15, 30 minutos; al rato, en una hora, cuando nos dé la gana.

Los hijos les caminan por atrás, por enfrente, por sus enormes panzas. Subo el volumen, ellas fuman. ¿Y siempre escribes?, dicen, ¡ah, que escribes!, ya me acuerdo, pero eres traga años, ¿verdad?, ¿y también comes atún?… Qué feo, ¿verdad?, le dice una a la más voluminosa que casi me echa el humo en la cara, ella tiene que trabajar güey, ¡que güeva no güey!, ¿te imaginas?, ¡trabajar güey!

–          Mamá, ¿ya nos podemos ir?, dice un hijo, más desesperado que la maestra de ruso, su alumno y yo que nos tragamos el humo de sus cigarros mientras ellas dicen güey.

Sí, ahorita dice la mujer. Se voltea, toma otro cigarro, sigue su charla con ella misma como si hablara en el celular. No me digas güey, qué mala onda güey. Una más se levanta, voy a andar en bici, acá rentan. ¿Vamos?, les invita.

Yo la verdad no güey, me canso, dice la que más habla y aspira, como para que el humo del cigarro que ya sólo es colilla, entre hasta lo más profundo de sus entrañas. Aunque qué güeva eso de ir a lo más profundo, pienso mientras la miro deseando que el techo de la cafetería se le caiga encima.

 

Hay guanábana

El auto amaneció donde siempre, pero estrellado. Un golpe largo y maltrecho sume un costado, desde la puerta de atrás hasta la del chofer. Algún carro blanco como la fruta que mi hija desprecia, se fue a estampar contra mi camioneta roja que no grita, pero se siente lastimada. Hablamos a un taxi, son 15 minutos para las 8, acaba de llegar. ¡Ya vamos!, le grito al taxista desde la ventana. Abril hace la fruta puré.

–          Abi, come la fruta, anda, es muy rica.

Para mi hija fruta es sinónimo de “asco” y guanábana significa: “esa cosa gelatinosa como moco gigante no me la comeré jamás”. Para mí “come tu fruta” es: “por favor, no te vuelvas anémica, come y apúrate o el taxi nos costará un ojo de la cara”.

–          Pruébala, mira, es guanábana, no la conoces, te va a encantar.

No mamá, no conozco –dice y levanta una ceja como María Félix– ni las frutas, ni las verduras, ni los panes, ni los chocolates, ni la vida.

¿Cómo Abi?… Ay mamá, esto se llama “sarcasmo”, ¿no lo sabías? Es cuando te burlas de algo de manera inteligente.

–          Sí lo conocía cariño, lo que no sabía es que lo conocieras tú.

5 minutos después vamos montadas en el taxi. Mi auto estrellado se ve por el retrovisor, atrás, solo con el orgullo herido como la guanábana. A mi lado, Abril que ya conoce los sarcasmos me mira, como diciendo “ya crecí”. El taxista pregunta para dónde vamos.

A Francisco Sosa, le indico. Vaya derecho, cruce Chapultepec y de la vuelta en u, tome Sevilla y llegue hasta Medellín para salir a Amores, de ahí todo derecho hasta Avenida Coyoacán, gira a la derecha para Universidad y todo derecho hasta Francisco Sosa, ¿sí me expliqué?

–          Sí, shshshsrtstshsts suena su radio. En Antonio Sosa.

–          No, Francisco Sosa, es una calle empedrada, le digo. Shshshsrtstshsts, el radio de onda corta otra vez.

–          Sí señora, le entiendo, shshshsrtstshsts. Aquí 40 a base, 740 a base, dice. Señorita, un MP3 a Antonio Sosa, shshshsrtstshsts.

–          Aquí base caballero, no le escucho. Shshshsrtstshsts.

–          Francisco señor, Francisco Sosa, le digo. Shshshsrtstshsts.

–          Silencio señora, shshshsrtstshsts, me dice el taxista, con problemas de comunicación no nos vamos a entender, shshshsrtstshsts.

(*) Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Vigésima segunda edición / http://www.rae.es/rae.html

* Mexicana, madre de Abril, especialista en difusión de políticas públicas. Maestra en Política Educativa por el IIPE UNESCO París, comunicóloga por la Universidad Autónoma de Baja California, ciclista convencida y palabrera. Se cree buena para comunicar y aunque a veces dice sarcasmos, no habla ni el idioma de los coreanos, ni el de los fumadores, ni se sabe las claves de los taxistas. / Esta es su página, le encanta que le escriban correos, shshshsrtstshsts:  www.tejedoradehistorias.com

QMX/la

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