Jubileo 2025: Llevar esperanza a donde se ha perdido/Felipe de J. Monroy
Por un momento dejé mi asombro por la cámara Cannon Eos 1 que me habían prestado a pesar de ser becaria, con la consigna de cuidarla y tomar buenas fotografías, para verle pasar. No era un acontecimiento cualquiera, los candidatos vendrían a la universidad.
Mis conocimientos sobre la historia política de México eran emocionales, no teóricos. Algunas vagas imágenes de mi padre y mis tíos llorando frente al televisor cuando López Portillo anunció la nacionalización de la banca.
Yo ignoraba por qué le llamaban perro con más saña que gusto, nada me pareció una broma. ¿Es para sentirse tristes?, les pregunté. Ángel, mi tío el mayor, parecía lamentarlo profundamente, mi padre en cambió volteó con un enojo que no le conocía y dijo, lloramos de coraje, esto no puede ser.
Salvo los desfiles presidenciales en brillantes carros negros descapotados con alguien dentro que saludaba como autómata, mientras miles de papelitos de colores caían desde el cielo como si la mano de Dios estuviera espolvoreándolos, no recordaba más.
La imagen más reciente que venía a mi memoria era la de Cuauhtémoc Cárdenas caminando entre las calles de la Ciudad de México rodeado de gente como un triunfador o el rostro maquiavélico de cráneo brillante, de un hombre diminuto firmando tratados, que me daba escalofríos y me recordaba a Napoleón.
En mi casa se hablaba más de trabajo que de política y cuando se hacía, no se escuchaba una buena historia. A mi padre era mejor no recordarle el tema porque para él, todo hombre que se proponía para algún puesto político estaba desahuciado en su credibilidad.
Siempre iniciaba contándome cuándo pasó las de Caín tratando de abrir algún negocio, todo el dinero por fuera de la ley que los funcionarios le exigían, la cantidad de veces que les escuchó decir: Ya la hicimos, ¡ahora si nos vamos a subir al tren de la “robolución”!
Estaba en la primera fila, impaciente. El Teatro Universitario lucía abarrotado. Yo estrenaba dos credenciales, la federal que otorgaba el IFE y la estatal, que servía para Baja California, grabada con el mapa de la península a todo color debajo de una mica transparente.
Entonces, la prensa nacional que llegaba al estado era escasa, se podía leer Proceso o La Jornada con varios días de atraso, no existía el internet. Las discusiones en el salón de clases iban de la semántica a la semiótica, de Sabines a Joyce, del cuarto oscuro al rebelado, pero muy pocas veces sobre lo que sucedía en el país.
Era tiempo de cuestionar la construcción de un párrafo o la edición de un corto, pero la figura presidencial era intocable, en nuestra visión de futuro no estorbaba ningún partido o canal de televisión, todo era parte común de la vida cotidiana. La corrupción era un dejar hacer dejar pasar.
México era así, uno podía seguir existiendo y sin embargo, algunos insistíamos en preguntar de más, solíamos ser imprudentes, hasta rudos, rebeldes, mal educados, ¿para qué buscar problemas si no había necesidad?… no estorbes, me dijo alguien, a la orilla, haste para allá.
Emocionada, esperaba, como los cientos de estudiantes de comunicación, derecho, ciencias políticas e ingeniería, a que aparecieran los candidatos, apretujada con el resto de los periodistas.
Desesperada, me orillé y tomé lugar cerca de la bocina, colgué mi grabadora como hacían los otros. El cabello largo que solía llevar suelto y mal cepillado estorbaba a los periodistas de La Voz o de La Crónica y a los fotógrafos que de verdad ejercían el oficio, no cómo yo, una estudiante de comunicación de 24 años que no los dejaba ver bien.
Giraba a la izquierda, un poco a la derecha, agachaba el brazo, me paraba de puntas, mientras los veteranos me miraban molestos sin saber qué hacía yo ahí.
Estaba en el segundo año de la carrera y mi beca mensual de 600 pesos me permitía entrar a los sitios más recónditos del estado, desde la casa de algún artista plástico o la habitación de algún poeta, la cocina oculta de un restaurante chino, el edificio de bomberos o la visita de los candidatos a la presidencia.
Sin ser periodista consumada, entrevistaba a placer, mi compromiso por la beca era fascinante, se trataba de ver, retratar, preguntar y escribir. En 1994, año en que ejercí mi primer voto, yo publicaba en la Gaceta de la Universidad Autónoma de Baja California.
Con esa manía de observar a la gente, me perdí en la figura de Diego aunque esperaba ansiosamente a Cárdenas. Algo me hipnotizó. No parecía muy alto y caminaba erguido, unas cejas espantosas sobre los ojos fijos y enormes parecían obligar a ver cada movimiento de sus labios y luego, esa voz, no necesitaría micrófono, pensé.
Empezó a hablar, era un hombre extraño, agresivo sin ser grosero, actuaba de una manera casi diabólica, tenía barba de hipnotizador.
Dos mujeres, una muy joven de tez blanca y cabello negro y otra, hija del hombre que nombraba la calle de mi facultad, muy entrada en años, de hablar pausado, chongo canoso y mirada triste, hacía una propuesta y luego otra en un hablar que parecía perderse entre la nada.
Casi al centro un hombre de mediana edad insistía en la ecología, era un candidato verde de un partido verde del que jamás habíamos escuchado, que no quitaba la risa del rostro aunque hablaba de problemas sobre el deterioro animal y natural.
Por un momento dejé a Diego, que arrancaba aplausos a cada frase, para escuchar con toda atención a Cuauhtémoc, el hombre que yo admiraba sin haberle conocido en persona. Guardé silencio, me pareció que la gente de la sala hizo lo mismo, casi cerré los ojos tratando de registrar cuidadosamente cada palabra hasta que habló y jamás lo hubiera hecho porque toda su figura se me vino al suelo.
Yo no sé si sería el calor de Mexicali que a muchos le marea, si estaría desvelado de varias noches, si el público le parecería soso, pero su discurso evocaba al sueño, parecía mostrar un agotamiento de años, no generaba ninguna motivación.
Sus palabras monótonas y su rostro inexpresivo me decepcionaron, su contraste con la mano fuerte y el cuello giratorio del contendiente blanquiazul eran evidentes.
Aquel levantaba el tono de sus afirmaciones, sus acusaciones volaban por cada butaca y no dejaban espacio para nadie más, mientras el hijo del general que expropio el petróleo, parecía estar dopado.
Sin embargo, aunque su discurso casi me convencía, mi voto estaba decidido, no sería para el hombre de la barba. No me importó lo que dijeron de ella, yo le creí, mi voto sería para una mujer.
Faltaba sólo un candidato que vendría a visitar el campus al día siguiente, pero no necesitaba más para decidirme, registré mejor que mi grabadora Sony sus palabras, me pareció sincera, no lo pensaba discutir.
Mientras tecleaba mi nota en la computadora IBM de la biblioteca, detuve la narración para ir por un café. El sol se estaba poniendo, si no me equivoco, habría 12 o 15 personas en la cafetería, cuando comencé a escuchar.
Las cosas sucedieron como en una secuencia de hechos borrosos. Estuve una hora o mas parada frente al televisor. Una pantalla de tamaño medio colgaba del techo, subimos el volumen, cuando me di cuenta ya no éramos una docena de estudiantes, sino un grupo de maestros, jóvenes, cocineras y trabajadores en silencio mirando cuando un hombre, que debió haber sido Liébano Sáenz, se paró en una cubeta blanca al fondo de pasillo del Hospital General y dijo que sí, que el candidato estaba muerto.
No hubo gritos, ni murmullos, nadie lloró. Estábamos como en stand by, mudos. Las quejas generadas minutos antes frente a la insulsa narración de Talina Fernández desde el nosocomio en esa transmisión con Jacobo Zabludowsky interrumpida por silencios al aire, callaron.
– ¿Y quién era el médico Talina?
– No lo sé licenciado, sólo salió y entró y dijo que estaba muerto licenciado.
– Eso es terrible Talina, para México y para todos.
Yo me llevé la imagen del hombre sobre la cubeta, rodeado de cámaras y gente frente a la puerta del quirófano del hospital cuando me fui a dormir. El candidato que esperábamos, ya no vendría jamás.
Yo vivía en una Baja California de paz y desierto donde los escándalos permitían tranquilidad. Los Tigres del Norte eran un grupo respetable y la narcoviolencia no estaba en boca de todos.
Solía caminar a las 6 de la mañana de la cabina de radio donde trabajaba, hacia el edificio de Rectoría con toda calma o dormirme en los camiones de regreso a la universidad durante las noches sin miedo a nada, hasta que sucedió el asesinato, entonces, algo extraño pasó.
La gente andaba como confusa, perdida, las charlas iban de una bala al cráneo, hubo un temor pasivo que nadie expresó en voz alta, hasta que llegó él, se paró al centro del escenario, abrió los brazos y dijo con la voz entrecortada: “Mexicali es mi tierra, yo también estudié aquí”.
La llegada de Ernesto Zedillo a nuestra Alma Mater, después del asesinato del Luis Donaldo Colosio fue impresionante.
Parado al centro del teatro, no hizo nada más que escuchar aplausos durante varios minutos, parecía que iba a llorar. Yo aseguraba que le temblaban las manos desde su arribo, hasta que movió una para despedirse.
Ya no importaba lo que decía, importaba que estaba ahí, que el hueco se había llenado, que todo podía seguir en santa paz, que podíamos seguir escuchando la música en la radio, viendo las novelas, tomando cerveza en las tardes porque todo volvía a la normalidad.
Así fueron mis primeros comicios. La primera vez que crucé una boleta electoral, todavía pensando en la escena de Lomas Taurinas y en el abrazo tembloroso de Zedillo, no dudé por quien iba a votar.
Como entonces, ahora: marco un tache en la boleta y algo curioso pasa, ni se me olvida la escena del candidato sangrando en el suelo con el cráneo rojo, ni mis tíos llorando de rabia, ni el televisor mostrando los caballos montados por el Ejército Zapatista recorriendo Reforma. Ni pierdo esa mala costumbre de ser irreverente ni tampoco compito con los periodistas de oficio, sólo voto, como escribo, como un pequeño acto de fe.
*Mexicana y madre de Abril, especializada en difusión de políticas públicas. Es Maestra en Política Educativa por el IIPE-UNESCO París (2007). Es Licenciada en Comunicación por la UABC y Técnica en Paidología (Educación Preescolar), con estudios de posgrado en la UNESCO Buenos Aires y FLACSO México; así como de periodismo en CEU-PART Televisa y la XEW México. Actualmente se desempeña como Coordinadora Sub Nacional en UNICEF México.
[email protected] /Twitter @lauraathie