Jubileo 2025: Llevar esperanza a donde se ha perdido
Mi nombre es Laura, madre de Abril, hija de Fernando, nieta de Farid, un emigrante libanés que llegó a estas tierras antes de la Revolución buscando a su padre, con un apellido que le fue cambiado, sin hablar español y con apenas nueve años y como a muchos, a fuerza de sobrevivir desde pequeña, me han vuelto irremediablemente loca.
Pero loca no es igual a falsa, significa que escribo sólo mi propia realidad, así que lo que a continuación cuente, ni es necesariamente verdad, ni tampoco mentira, es sólo parte de mi historia que se reconstruye, como la de todos, un poco con lo visto, con lo que los padres nos dicen, con lo que escuchamos en la escuela o leemos en alguna carta secreta de amor guardada durante años. Por eso precisamente suelo preocuparme, si mi familia –y la de ustedes– también es parte de la historia, ¿por qué habría de quedarse en silencio, guardada?… ¿Cuántas historias nuestras están reflejadas en los libros?, ¿quiénes escucharon hablar de sus abuelos o bisabuelos en la escuela? Yo no, mi historia familiar se contaba en las comidas, cuando iban a dormirnos o en los viajes por carretera y lo contado era tan fantástico, que terminé creyendo y luego quería saber más hasta que me quedé, tejiendo las historias de unos y de otros, para tratar de reconstruir la propia. Más la demencia no me llegó de pronto, fue un largo proceso, todo comenzó así:
Nací en un mercado famoso de la Ciudad de México llamado la Lagunilla, en el que pasé los primeros años de mi vida jugando a las escondidas entre las frutas, las verduras y los cuellos de pollo, asustada cuando me topaba de frente con las cabezas de cerdo que Don Jube, el carnicero, colocaba a las afueras de su puesto, adornadas con cilantros y rábanos y cebollas olorosas cortadas en forma de flores, que sólo existían en la imaginación de Don Juventino, puesto que yo jamás he vuelto a ver otras así de extrañas. Eran tiempos en los que me dominaba el miedo: a la oscuridad, a decir lo que sentía, a los fantasmas, a perderme.
Más vayamos por partes: para perder el miedo, a vivir o a escribir y luego poder volverse loco con total tranquilidad, hay que tener una larga historia de temores, tantos y tan temibles, que ya no importe en qué dirán, como yo, que habré de contar que la escuela no fue precisamente mi sito favorito sino hasta que entré a la universidad. Hubo maestros para los cuales fui la peor de sus pesadillas y eso me sucedía cuando no encontraba la forma exacta de comunicar. Durante la primera etapa de mi vida creí que gritando, llorando o dibujando, podía lograr que el mundo comprendiera lo que yo quería decir y es que no conocía el poder de la palabra escrita y no fue sino hasta que mi hija entró a mi habitación con un cuaderno floreado y cursi en las manos cuyo candado parecía hacer sido violado, preguntando: “Mamá, ¿este libro es tuyo?, dice Mi querido diario”, que descubrí exactamente cuándo comencé a perder el miedo a escribir: a los 13 años, en ese libro escrito por mí a puño y letra, con secretos inconfesables que Abril ya había leído.
Por eso sé que a veces cuando uno no quiere decir las cosas en voz alta o tiene muchas ganas de gritar, cuando no sabe cómo resolver un problema o por dónde comenzar a construir su futuro, las palabras escritas ayudan.
Pero atención, no soy escritora, soy contadora de historias propias y de otros, palabrera, ciclista y viajera incansable, amante de la cocina y de algunos hombres aunque todavía no encuentro el adecuado, emocionada con mi historia familiar y aunque no lo parezca, loca sólo un poco, porque para sobrevivir en este mundo cruel, hay que perder un poco la cordura y encontrar la forma de seguir, como yo, que me agarro de las letras. Pero algunas locuras son inofensivas, como verán a continuación. Si su hijo grita como desesperado, si no lo entiende, si sufre y llora y no sabe usted por qué, si no se cansa de inventar ideas, si no le para la boca, dele un cuaderno, una pluma y un poco de libertad y cuéntele, mínimo una vez a la semana, alguna historia o si quiere una fórmula más efectiva para que el hijo (o usted) encuentre una buena forma de comunicarse con el mundo, escuche.
Estas son las “Instrucciones para volver a un hijo loco”. Pongan atención que no es sencillo encontrar los ingredientes ni seguir al pie de la letra los pasos, pero, de lograr coincidir un poco con lo que a continuación explico, pueden llegar al éxito esperado.
Paso 1. Consiga una morenaza de fuego: Tuve dos abuelas, una morena de labios de fresa y mirada soñadora, Carmen, madre de mi madre. Ella era, para las mujeres de su época, algo escandalosa. Si las otras usaban vestidos debajo de la rodilla, ella levantaba la bastilla, se ponía tacones de aguja, medias de raya en medio, encontraba una apertura justa para mostrar parte del muslo y caminaba sobre las aceras de las calles, de las casas, de las pistas de baile en los salones de fiestas, como si fuera una diva del cine mexicano. Carmen, quien murió hace ya más de 5 años, cocinaba como ninguna y cuidaba su figura como si fuera diosa. Enamoraba a los hombres como yo nunca he podido hacerlo, bailaba mambo cómo si ese fuera el último baile de su vida y no se detenía con nada, como si el miedo no existiera para ella.
Ella solía recogerme de la escuela o de la guardería del Mercado de la Lagunilla, mientras mis padres trabajaban, para llevarme de paseo, enseñarme a cocinar, intentar que aprendiera a hacer cadenitas de estambre para tejer bufandas o chales o servilletas. De pequeña fui feliz escuchando a Carmen, mi abuela, que me tomaba de la mano y me explicaba por qué una verdura era buena, cómo había que mover la cadera cuando se baila cha cha cha, o por qué era imprescindible ponerse los pepinos en la frente y los rabos de cebolla en la cabeza cuando se cocinaba. Lo único que no me gustaba es que me pidiera que sumiera la panza, porque yo era feliz con el ombligo de fuera.
Había algo que me maravillaba de Carmen: esa energía que no cesaba nunca, esa desvergüenza graciosa que la hacía sensual y distinta, esa capacidad de disfrutar la vida aún frente a la tragedia, ese paso constante, sola o acompañada, sin temor, sin incertidumbres, siempre con la mirada fuerte y directa. Como si hubiera sido norteña. Intentó infructuosamente, a lo largo de nuestra vida juntas, que yo aprendiera los secretos del amor, que me peinara bien, que caminara derechita, que sumiera el estómago y que me pusiera flores en la cabeza para verme sensual, decía. Yo sólo le aprendí eso de perder el miedo, todo lo demás, no fue posible.
Este es el ingrediente 1 para enloquecer a los hijos: Búsqueles usted una abuela nana mambolera y cadenciosa, que no tema a la vida, que escandalice a los otros, que sepa cocinar y que cante boleros de Agustín Lara a capela cuando vaya caminando por entre la gente en la calle. Así, se los aseguro, sus hijos querrán salir corriendo a esconderse en cualquier sitio o, por lo contrario, perderán por completo la vergüenza al qué dirán y caminarán erguidos y orgullosos de lo que son, pase lo que pase.
Paso 2. Torture a sus hijos con poemas durante las noches y esconda sus libros por la casa: Cuando yo era pequeña mi madre solía leernos poemas de amor, dolor y mujeres abandonadas durante las noches cuando tomaba de su libro enorme y favorito que en la portada tenía escrito con letras de colores: “Los 100 mejores poemas clásicos escogidos”. Escogidos por quién, lo ignoro, pero seguramente aquel que hizo la selección jamás pensó en los niños sino en las amantes que lo habían despechado.
El asunto es que mi madre tenía una doble vida lectora, aunque hasta la fecha no sé si era mi ella o mi padre quien tenía esa clase de libros en la casa, verán. Los descubrí como a los 11 años, cuando, aprovechando que ella estaba fuera trabajando, me armé de valor y abrí los cajones de su buró aún a sabiendas de lo que me esperaba cuando se diera cuenta. Lo que encontré ahí me cambió radicalmente la imagen de la madre de los poemas nocturnos que tenía hasta entonces.
La escena: El cuarto de mi madre era como la cueva de los tesoros de Alí babá y sus cuarenta ladrones. Uno encontraba perfumes de diferentes tamaños, olores y sabores, porque mis hermanas y yo llegamos hasta a probarlos. Muchísimos aretes dorados y plateados; vestidos de gasa, brillantitos, flores y transparencias, pelucas a go go rubias y cobrizas, y pestañas postizas que mi madre no se ponía, eso era lo raro, porque siempre usaba trajes de sastre negros o grises para ir al trabajo, muy aburridos para mí, que disfrutaba poniéndome sus tacones y su ropa cuando ella no estaba.
Pero eso no era lo más interesante de mi madre, lo mejor, estaba en los cajones del buró izquierdo de su cama, justo en el lado en el que ella dormía.
Una tarde, después de comer, me escabullí de Elitania, la nana michoacana que nos cuidaba y que solía decirle a mi mamá cada determinado tiempo: “Señora, me voy, volví a enamorarme y José y yo nos vamos pa’ cruzar la frontera porque dicen que allá hay muchos dólares”. Elitania era fuerte, responsable, morena y pegona, así que más me valía que no me viera que estaba yo con las manos en los libros que mi mamá guardaba en sus cajones.
Mientras mis hermanas menores, Saira de 4 años y Paloma de 7 me decían: “Vas a ver con mi mamá cuando llegue Laura”, yo comencé a ver que este mundo no era como el de Margarita a quien le decían que está linda la mar y el viento. No, mi mamá no sólo leía al Paquito que no haría travesuras que nos contaba en las noches, esa tarde me di cuenta de que la vida era otra muy distinta a la de mi madre cuando nos dormía entre versos de Rubén Darío, y el payaso Garrid y el brindis del bohemio. La vida era la que ella se ponía a leer en tremendos libros que me dejaron si poder conciliar el sueño esa noche, después de que le encontré varios libros raros: Ojos de perro azul de Gabriel García Márquez que no me interesó nada porque en esas fechas yo no tenía ni idea de quién era ese señor, Lo negro del Negro Durazo que solté de inmediato, porque su portada me dio más miedo que las películas del Santo contra las momias de Guanajuato, La panza es primero de Rius que me pareció el peor dibujante del mundo, una revista Interview que tenía en la portada a una chica seguramente constipada y con fiebre porque aparecía muy despechugada y uno que tenía infinidad de fotografías en blanco y negro con estudiantes muertos, tirados en una plaza, madres llorando, soldados que pisaban zapatos y ropa.
El libro me dio tanta curiosidad que no pude evitar leerlo una y otra vez cuando llegaba de la escuela, escondida en el baño, oculta en mi cuarto, todavía con el bocado en la boca mientras mis hermanas terminaban de comer. Me preguntaba qué habría pasado esa noche que relataba el libro, tan sangrienta, qué habrían hecho esos estudiantes para terminar así, embarrados en el piso. Hasta entonces jamás conocí otra noche que no fuera la que observaba bajo mi ventana.
Pero no fue mi madre la que me encontró con las manos en la maza, fue mi padre, una tarde en que llegó temprano. Con un rostro de asombro me preguntó por qué estaba yo leyendo a Poniatowska si él me había regalado muchos otros libros de Robin Hood, Mujercitas, La Isla del Tesoro que son para niños, dijo, y entonces nos sentamos en la cama y me explicó lo que había sucedido durante esa, la noche de Tlaltelolco, como él la vivió.
Este es el ingrediente número dos: Esconda usted libros prohibidos a sus hijos para que ellos los encuentren y los lean y entonces se pregunten una y mil veces de qué se trata eso, cuál es la verdad y la curiosidad les acabe la paciencia hasta que le pregunten y entonces, pueda usted contarles la versión de su historia.
Paso número 3 y el más importante: Exagere, todo el tiempo exagere y no sienta temor por la fantasía aunque el resto del mundo piense que usted está rematadamente loco. Exagere en especial cuando le cuente su propia historia a sus hijos.
Mi padre es hijo de emigrantes libaneses que llegaron a México buscando mejor vida. Por consiguiente, nosotros, la segunda generación nacida en este país, hemos sido criados para no cansarnos, jamás rendirnos, encontrar soluciones, ser creativos frente a los problemas, trabajar, trabajar y trabajar desde que el sol sale hasta que se pone, como los Fenicios. Afortunadamente la familia de mi madre es mexicana y por fortuna entre ellos existió Carmen, que si no, todo ese trabajar y ese constante afán por no rendirse, jamás me hubiesen permitido ser feliz si no es que mi abuela se ufana en enseñarme el ritmo de la vida con su cocina, sus bailes y sus cantos.
De toda mi familia yo soy la única que no produzco dinero, sino otras cosas que les parecen divertidas, eso me salva, aun así suelen decirme: “Laurita, escribe esto, escribe aquello, porque a nosotros no se nos da la letra”. Pero no se acuerdan que la letra escrita es sólo consecuencia de lo que se escucha, y no notan, como yo lo he visto desde muy pequeña, que son fantásticos contadores de historias, exageran tanto la vida, que nos resulta maravillosa. Doy fe de ello. Es más, las historias familiares que me han contado desde chica son mucho mejores que las aventuras de Chachita y Pepe el Toro en Nosotros los pobres y ustedes los ricos. Cuando mi padre me sentaba en la orilla de la cama para contarme “cómo empezó todo”, yo me ponía a llorar peor que Pedro Infante cuando se le moría el Torito.
Las comidas en mi casa de infancia se extendían durante horas porque alguien estaba contando la historia de mi abuelo, la del cocodrilo invisible, la del duende que se aparecía debajo del baño o la de las muchachas que salían corriendo desnudas a la calle cuando les entraba la locura en la casa de la Colonia Algarín, donde crecimos todos. Yo no podía evitar decirle a mi padre, una y otra vez, hasta la fecha: Por favor, cuéntame cuando te fuiste a inscribir a la escuela solo porque tu familia perdió la fortuna, por favor, cuéntame cuando aprendiste a bailar Rock and Rol y te peinabas como Elvis Presley o cuando de joven te rodearon los siete maleantes con puñales y querían matarte en pleno mercado y te defendieron unos luchadores llamados los Tolucos. Yo no sé si todo lo que platica es verdad o mentira pero aún ahora continuo preguntando cada que lo veo, y soy feliz cuando me cuenta. Fernando mi padre tiene 70 años y es el mejor contador de historias que he conocido y lo increíble es que puede contarme alguna historia una, tres o nueve veces y siempre me cambia la versión, así que cada que comienza pongo mucha atención y si alguien interrumpe, le digo: shht, calla, porque esta versión jamás la hemos escuchado.
Como todos, he tenido momentos dolorosos y perdido gente querida, todavía me duele la muerte de mi hermana Paloma, como me duelen los huesos y a veces la piel o la cabeza, porque padezco Lupus desde hace muchos años y se supone que debiera estar postrada. Tal vez como muchos he querido morir o perderme en la tristeza o salir corriendo de algún problema que parecía imposible, pero, cuando eso sucedía, había algo que me salvaba: mirar hacia atrás, recordar las historias de mi padre, de mi abuela, de mi familia, escuchar las historias de los otros y escribirlas, ponerlas en papel para que nunca se olvide, para que se sigan contando y cambiando y contando de nuevo, hasta que se conviertan en leyendas.
Este es el ingrediente 3. Cuente su vida, no tema, si no sabe escribir qué importa, usted explique, narre, vuelva a vivir, platique con sus hijos y sus nietos. Si quiere escriba las historias que conoce. No se angustie con los detalles si no lo recuerda todo, sólo inicie con había una vez o lo que usted guste, pero no se guarde secretos. Emociónese y siente a la familia en torno a una mesa, cuente por qué estamos aquí, quiénes llegaron antes, cuáles fueron sus sueños y aventuras y deje que la conversación fluya y observe como esas palabras calan hondo y ayudan, cuando la familia haya de separarse, cuando algún miembro deba irse a buscar su camino y quede seguro de que de esa forma, la historia familia no estará perdida.
La receta para volver a los hijos locos podría ser infinita, más baste saber un último dato para lograrla. Siga con atención y verá, que es sencillo hacer a un hijo perder la cordura al punto de sobrevivir en este mundo, siendo feliz a pesar de todo: Fe, mucha fe o mejor dicho necedad, como en mi caso: “Qué necia eres carajo”, decía y sigue diciendo mi padre, mi madre, mis hermanas, mis amigos y todo aquel que tiene el desatino de toparse conmigo. Cuando estaba en la adolescencia fue la primera vez que escuché a mi padre decirme eso seriamente: “Entiende, sola no puedes cambiar al mundo. Sólo trata de mejorar tu pequeña realidad”. De mi pequeña realidad resultó este afán de escribir y escuchar a los otros. El proyecto Tejedora de Historias, nace justo el día en que mi hija descubrió mi diario, para rescatar historias familiares y de vida, a través de la escritura.
Tomar la palabra es un acto de democracia, porque es nuestra, es de todos. Usémosla sin temor para poner a los ojos de muchos nuestra vida y la de nuestras familias, ya luego iremos revisando redacción y corrigiendo las faltas de ortografía. Lo importante es comunicar, contar, escribir para que lo que somos nos oriente y de fuerza en los momentos de desasosiego, para que nuestros hijos si el abuelo llegó del Oriente, del Líbano o de la sierra poblana, si trabajó en el comercio, en un mercado, fue un profesionista o camionero; para que jamás perdamos el rumbo y podamos levantar la mirada sabiendo el valor que existe detrás nuestro.
Esas son las instrucciones, usted adáptelas a su vida y enloquezca o vuelva loca a su familia o al hijo rebelde que no calla, para que no guarde silencio nunca y si tiene alguna duda, escríbame o pregunte, y no se preocupe si yo no le contesto porque las respuestas irán cayendo solas. Y tampoco tema de encontrarme en algún sitio, porque la verdad no estoy tan loca, sino agradecida con la vida, los amigos y mis padres por lo escuchado, por la infinidad de historias que me han sido confiadas, tanto, que me da miedo no tener el tiempo suficiente para escribirlas y duermo mal, imaginando la cantidad de vidas no reflejadas en los libros que podrían perderse, pero sobre todo la palabra me ayuda porque vivo la mayor parte de las horas de mi vida, observando el mundo como si fuera la última vez que fuera a verlo.
QMX/la