
Libros de ayer y hoy
El ambiente huele a que han pasado muchos años
Abrió la puerta con la hija en hombros. Ambos rubios y despeinados, olían a sudor. Él todavía jadeaba por la carrera. Ella, molesta porque interrumpimos su paseo, no saludó. Tenía razón, adelanté la visita acordada media hora.
A las afueras de la casa se puede mirar el parque. Él alcanzó a gritarme desde lejos, caminando a prisa, que me esperara. Ahora les abro, ya estamos aquí, aguarden.
La hermosa bebé con nombre de diosa maya no sonreía.
Un penetrante tufo a humedad me impidió concentrarme, no le escuché con claridad, distraída trataba de averiguar qué había dentro. Alcancé a ver esos rayos de luz que hacen notar, cuando el sol se cuela por las rendijas, el polvo longevo de las casas viejas.
– Creí que estaba abandonada, por afuera parece que no habita nadie.
– No, aquí vivimos mi hija y yo y mi mujer, que viene a rato. Pero pasen, que se las muestro.
Martín camina como entre cavernas. Los vitrales sucios del techo dan al pasillo una iluminación teatral. Una pareja nos ve desde la esquina, tiesa como maniquí. Aunque casi se desmoronan las paredes no mueven un milímetro su postura.
Qué manera de estar de esas personas, pienso. Él me deja ser. Como niña curiosa igual que mi hija de diez años comienzo a entrar tras bambalinas.
Parece un museo, dice Abril y me jala de la mano.
Quiere subir, correr, investigar, pero tiene miedo, como yo. Es una casa muy extraña. ¿Qué hago aquí, en este sitio?, me pregunto pero sigo caminando. El ambiente huele a que han pasado muchos años. Una vez mas comienzo a pensar en los secuestros. Es un lugar ideal para esconder a alguien, las habitaciones se separan por túneles oscuros, no hay luz, no veo focos.
¿Y la electricidad? Se filtra el agua, ¿cierto?, insisto en la humedad sin creer que alguien pueda dormir en ese sitio añejo y polvo tapizado de telas regadas por el piso. Saco mi celular y tomo fotos, no todos los días se visita algo así.
Libros iluminados de rojos y morados, azules y naranjas tono cristal en el suelo, da pena pasar. No quiero pisar nada. Entre mi pierna y la de la niña con nombre de diosa maya que se me ha adelantado para caminar enfrente sin temor al pasillo, hay unas ropas dignas de rey, terciopelos, bordados, encajes de mitad de siglo. Reparo entonces en el letrero que anuncia en el exterior de la última casa de la calle de Cacahuamilpa: “Se venden antigüedades y artes. Pregunte aquí”.
– Yo lo vendo todo, me cuenta con voz amable de tono porteño que nada oculta. Me va explicando que este cuadro era suyo, que aquel enorme de tonos cálidos estuvo en Bellas Artes y luego en París.
Busqué muchas veces que los rescataran, pero nadie quiso. Yo fui su alumno, ¿sabés?, antes queríamos que fuera un museo pero ahora sólo queremos vender.
Comienzo a imaginar la propiedad, no sé cuántos pasillos hemos recorrido. La cocina muestra trastos sucios, una estufa eléctrica, ollas con cochambre, vasos sin lavar. Un cuaderno con dibujos a mano, trazos, bocetos. Más adentro, en la esquina, bajo el sillón de tapiz hay latas de cerveza. Peluches y retratos, diplomas apolillados, sillitas para las muñecas, candelabros opacos de tan olvidados y de pronto luz.
Es increíble, saldrá un arcoíris. Está lloviendo, grita mi hija y sube corriendo seis, nueve, doce escalones para llegar al techo, uno de los cuatro que tiene esa casa con escaleras que no llevan a nada y al todos los salones al mismo tiempo. No sé si estoy perdida, si esto es real. Ya no me importa la peste a humedad anciana, ya no hay temor. Las gotas de lluvia nos dan en la cabeza. Los muebles de la sala roída se alcanzan a mojar. Agujeros de luz en el techo dejan entrar el agua.
Camino por el sitio como si fuera mío. Por que quería que fuera mío, le digo a Martín mientras él me muestra sus libros. “Rajas con Crema en: La culpa la tienen los pollos”, me presume. Es mi novela, la vendo por entregas, yo la escribo, la diseño, la edito. “Producciones Plagio Presenta: Fantasías animadas de un demente”, se lee en la contraportada.
– Fui su alumno, ¿sabés?, por eso estoy aquí.
Hemos recorrido cuatro pisos, cuatro patios, cuatro balcones: la luz opaca de colores ocre, el polvo viejo que se huele y nubla la mirada, los cables rotos que cuelgan del techo, las cacas de paloma sobre el ventanal. Una habitación desmoronada, cobijas, telas, parece la escenografía de un asesinato. Aquí duermo yo, me dice, es la recámara principal.
El baño al fondo rompe la escena, algo gotea, asomo y Abril está observando las fotos de su musa. ¿Era su esposa?, pregunta. Era su amante imaginaria, dice Martín. Tras la cortina, cerca de la ventana, por la puerta imágenes de María Félix en diferentes caracterizaciones decoran un baño ecléctico de azulejo azul. Una regadora de Barney sobra al centro del cuarto de limpieza con un charco junto al retrete tan profundo, que de arrodillarme, podría lavarme las manos ahí.
En la secundaria, cuando algunas veces escapé de clases para irme de pinta, entré, tras haberme preparado varios meses contra el espanto, a la casa embrujada que colindaba con nuestra escuela. Era una casona revolucionaria que en sus buenos tiempos fue hacienda. Tenía las ventanas tapiadas y las puertas con un sello de “No pasar”. Pero tomé valor y entré una tarde en compañía de dos amigas. Nos temblaban las piernas del terror. Encontramos sillones, vajillas, una carreta a la mitad del patio.
Me palpitaba el corazón, tenía esos nervios que extraño de cuando no se hace lo correcto, esa excitación única de romper las reglas, de que ya no te importa lo que pase después. Pero la antigua hacienda de Calacoaya no era nada comparado con la última casa de la calle Cacahuamilpa en la Condesa, que llevábamos recorriendo largo rato.
Estoy segura que escuchas fantasmas, aseguré a Martín parada al medio de la estancia, sin decidirme hacia dónde voltear. Este es el cuarto de los demonios, me dijo, aquel que acabamos de pasar era el de los ángeles. Cuernos de latón, madera, barro, decorados, rotos, laqueados. Todos los diablos que colgaban de los techos se burlaban de mi curiosidad.
Hace mucho que no me palpitaba el corazón así, con esa sensación de no querer seguir, de estarse entrometiendo.
Siento que me observan, los diablos son un público en primera fila que miran a todo el que pasa por la estancia para aplaudir sus caras de horror. Aunque no estoy segura de que nadie venga muy seguido aquí, ¿verdad?
Pues no, me grita Martín pasos adelante, no hay ni fantasmas ni espíritus, me asegura, a lo mucho telarañas.
Si querés te los doy en cuarenta pesos, yo los voy vendiendo por aquí en el Foro Shakespeare o en la tienda de comics de la calle Pachuca. Podés llevarte los dos si querés. Tomo el otro librillo que Martín me ofrece, “Con sangre de rajas”, se titula, leo: “Se recomienda, esta noveleta no sea leída por menores de edad o mejor dicho… por los padres de los menores”, firma “Rajas” en la página 1. Me parece que Rajas es un personaje singular. Se las compro, él me pregunta que quién soy yo.
– Me llamo Laura.
Y escribe historias. Abril mi hija me completa la frase. Ya ha ido al baño, jugado con los lobos y títeres que toman asiento en el suelo como si fuera a iniciar una función.
Hemos visitado cuatro estancias, existen cuatro balcones además también. Recuerdo la casa de Neruda en Isla Negra al subir la escalinata que se mueve.
– Ten cuidado, me dice. Martín y su hija son guías misteriosos, amables, felices de habitar ahí.
Abril parece como de la casa, corre, pregunta, se tira entre las cobijas, juega. Uno no sabe qué tocar en ese sitio, todas las paredes parecen caer. Es un caos. Como cuando se está tratando de montar una obra, pienso, como cuando las frases se escriben en automático, para luego corregir.
– Pero arreglar todo esto será complicado y carísimo, ¿cuánto dices que quieres por la casa?
Martín me asegura que es el heredero. Yo fui su alumno, dice por cuarta vez.
Seguimos recorriendo el laberinto en donde todo suma cuatro: cuatro muñecos sentados en una falsa silla, cuatro diablos, cuatro cuadros que fueron expuestos, cuatro túneles con sus escaleras, cuatro perros vivieron aquí, me sigue contando. Yo tomo fotos descaradamente, hasta que llegamos al palomar.
– Víctor Hugo era amante de las palomas, las plantas los animales, dice.
La casa se divide en escenas lúgubres, polvosas, el único público somos Abril y yo.
Pero en ese caos de polvo, latas, libros, alfombras y trastos viejos sorprende la monocromía brillante del palomar. Justo al final de la última escalera me coloco para contar: dos, cuatro, seis, ocho, doce casitas diminutas de madera bicolor, sus techos azules iluminan el área, en sus perforaciones centrales perfectamente redondas algo falta.
Ninguna cuelga más arriba que la otra, giro en el centro hasta marearme. Siento como si las palomas estuvieran ahí pero no hay nadie más que los fantasmas, las arañas, la bicicleta vieja y Martín, que vuelve a traer a su hija en hombros.
Él y Abril asoman por la barda para ver el terreno baldío en el que alguna vez hubo un vecino. Quedan los restos del ladrillo rojo en el que se construyó una casa exactamente igual a esta. Martín me explica que eran una misma, una casa allá y otra acá, señala, pero ahora debemos vender.
Martín el novelista que dejó Buenos Aires no sé porqué razón y cuya anunciada mujer no llega aunque llevamos una hora ahí, me dice que lleva viviendo en esa casa 10 años. Él hace mucho que murió, es una herencia y como somos cuatro herederos hay que dividir.
Hace mucho tratamos que fuera museo, fuimos y hablamos y no quisieron, me narra mientras volvemos de nuevo por entre los pasillos. Deja-vú: la luz ocre, los ángeles, los diablos, el polvo, la cocina, los cables viejos, las telas, los libros que vamos pisando; pedazos de cal, escaleras, el baño con decenas de Marías Félix, el charco en el que puedo hincarme y Barney se quedan atrás.
Siento un picor, es esa curiosidad que excita cuando entras a un sitio misterioso erizando la piel.
Martín se despide y se olvida de la venta para invitarnos a volver de nuevo. Pueden venir a jugar cuando quieran, le dice a Abi. Le observo reír, no se si es real o un personaje, ¿y si es un diablo que cuelga en las paredes y que toma forma humana para divertirse frente a los extraños curiosos como yo, que pasan por fuera de la casa naranja con letreros de venta del final de la calle de Cacahuamilpa queriendo entrar? ¿Y si de verdad es un heredero que vive ahí, en ese sitio con pasos de gato, tramoyas y cuartos oscuros llenos de utilerías y bocetos a media luz?
No he conocido a nadie con una hija en hombros que habite un laberinto de recuerdos teatrales más que Martín.
– Gracias y hasta luego.
– Mamá, ¿y de verdad viviríamos aquí?, susurra Abi.
– Hasta pronto y volvés cuando gustes, nos dice Martín, el un guía rubio de cabellos rizados que habita en la última casa de la calle de Cacahuamilpa. Uno puede observar la alegría en sus ojos claros como los palomares abandonados en la tercer terraza de esa construcción, mientras va contando la historia de cada habitación en ruinas.
Él y su hija nos despiden con las manos. Antes de subir al auto escucho por cuarta ocasión: “Y yo fui su alumno, por eso estoy aquí. Esta era la casa de Víctor Hugo.”
Víctor Hugo Rascón Banda, uno de los exponentes más destacados de la Nueva Dramaturgia Mexicana, fue un jurista, narrador, escritor, dramaturgo, promotor y defensor de los derechos autorales. Nació en 1948 en Uruáchic, pueblo minero de la sierra de Chihuahua. Autor de más de 50 obras teatrales como Volver a Santa Rosa, Contrabando, Armas blancas y El baile de los montañeses, escribió varios guiones para cine entre los que se encuentran Días difíciles, Morir en el Golfo, Playa azul, Jóvenes delincuentes, La muerte del Padre Pro y Rosa de California. Falleció en la Ciudad de México el 31 de julio de 2008. / (Fuente: El Dramaturgo y sus Circunstancias, http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/6/2919/4.pdf)
(1) “La vida después de la muerte”. Sánchez, Nallely, entrevista, Expertise 40 hombre y mente. Número 13, Febrero de 2007. pp. 54 y 55.
Laura Athié: Mexicana curiosa, madre de Abril y especialista en difusión de políticas públicas. Maestra en Política Educativa por el IIPE UNESCO París, comunicóloga por la Universidad Autónoma de Baja California, ciclista convencida y palabrera. Suele caminar largas horas entre las calles de sus sitios preferidos para observar casas, edificios y construcciones imaginando historias y si se puede, de vez en cuando entrar aunque parezcan abandonadas. / www.tejedoradehistorias.com
QMX/la