Alfa omega/Jorge Herrera Valenzuela
Ignoro la fecha exacta de cuándo tomé conciencia de que el conocimiento es un derecho, pero la imagen sigue viva en mi memoria: Sentada en la mesa circular de la biblioteca de una universidad después de hacer mi examen de admisión, la pantalla negra y yo, mirándonos fijamente. El resto del mundo no importaba.
Estuve llenando durante más de una hora en un auditorio de básquetbol rodeada de adolescentes con espinillas, todo un cuadernillo de bolitas a lápiz a manera de respuesta a los reactivos que preguntaban cuánto me quedaría si llevo tanto dinero y lo gasto en tales o cuales accesorios, o si me siento perseguida cuando camino sola o si suelo tener malos pensamientos y esos asuntos inverosímiles de las pruebas psicológicas. Más en lugar de sentir cansancio estaba fascinada, el negro me cautivó.
A los 16 años, frente a una computadora de la biblioteca, por primera vez en mi vida me di cuenta de que las historias que venía escribiendo desde los 13 en mi diario personal, y que más tarde fotocopiaría para distribuirlas entre mis compañeros de estudios, podían viajar a una velocidad parecida a la de la luz con un solo click.
Fue ahí, sentada con una pantalla negra frente a mis ojos, que conocí al “cursor”, fosforescente, parpadeando, esperando a que yo usara las teclas y escribiera algo.