TEJEDORA DE HISTORIAS: Osos blancos que dan urticaria o por qué no me gusta la Navidad

18 de diciembre de 2012
 , 
10:26
Laura Athié

Domingo. Volvemos del mercado de Medellín en bicicleta para encontrarnos con una enorme fila de ciudadanos atrapados en sus autos. Histéricos le recuerdan su progenitora al chofer de enfrente con la bocina y levantan el codo para refrescársela al de atrás.

Un hueco entre la defensa de un camión ecológico y la fascia de un deportivo nos permite entrar a nuestra calle. Aparentemente a salvo, vemos acercarse a decenas de madres angustiadas que corren como si las persiguiera una plaga. Arrastran a sus hijos por entre las banquetas y los baches gritándoles que apuren el paso. Sus rostros desencajados desesperan con el nuevo semáforo que acaban de poner en la calle de Hamburgo de la Colonia Juárez, sólo para que los camiones que construyen el edificio de Bancomer destruyan cada vez más el asfalto mientras pasan sobrecargados de grava, arena o cemento.

– ¡Cómo dura este alto!, dice una señora desesperada. Varias más, con sillitas plegables, bolsas de papas y palomas e hijos detrás aguardan a que se ponga el verde.

Caigo en cuenta que vamos en al contrario de todos. No sólo el semáforo les interrumpe la prisa, sino nosotras y nuestras bicicletas estorbamos el tránsito aún más.

– Con permiso, ¡qué no ve que el desfile es para el otro lado!, me dice una mujer entrada en kilos, con tanto sobrepeso como los camiones de carga que han llenado de baches la calle que habitamos.

– ¿Pues qué pasa?, ¿qué desfile?, pregunto.

Una de cabello rojo muy acomedida se detiene y me dice: “El de Coca cola, no se lo pierda, ¡ya empezó!, es en Reforma”.

Pongo la misma cara de desagrado que llevan los automovilistas atrapados en Chapultepec a quienes podemos ver desde donde estamos paradas y digo, ¿yo?, ¡ni loca!, odio a esos osos y no tomo coca cola.

Ella y otras cuatro me miran estupefactas. Voltean a ver a mi hija Abril que no ha dicho nada porque sabe que odio ese líquido negro burbujeante bueno para destapar los caños y dice: ¡Qué mujer tan inhumana, su hija debe ser infeliz!

Por tanto el razonamiento lógico para encontrar la felicidad de la mujer que me juzga y que ahora mueve sus nalgas apresuradamente para alcanzar a ver los carros alegóricos, le permite deducir que:

– “Tomo coca cola y voy a ver el oso mecánico blanco con ojos de bocinas = Soy feliz. Doy a mis hijos coca cola en lugar de agua y los llevo a ver el desfile y soy más feliz. Yo soy feliz, ellos son felices, los osos son felices. Los dueños de la empresa brincan de la felicidad”.

– “Tomar coca cola = ser muy humano. No ir al desfile y no tomar coca cola = carecer de humanidad. No dar coca cola a tu hija y no ver a los osos mecánicos de peluche empolvado = maldita inhumana que hace infeliz a su hija”.

¡Que tragedia la mía! Mi infeliz hija y su inhumana madre metemos las bicicletas al sótano, ella pensando en la mala suerte que tiene por no tomar coca cola y yo, contando una por una las razones por las cuales no me gusta la Navidad.

Razón 1: (1971) Procesión de ángeles y diablos. Mi hermanada Paloma va atrapada junto con otros 15 niños arriba de una camioneta estaquitas con la puerta trasera abierta, tratando de hacer malabares para no caerse cada que el chofer frena. Yo no estoy segura de que la virgen María fuera tan blanca, tan cachetona ni que tuviera aureola, pero más vale que no lo diga porque detrás de mí viene el padre Abraham y piensa que soy pecadora. Ella, mi hermana menor, que personifica a la mismísima madre de Dios, se mece para atrás, para adelante, para atrás, para adelante. Tal vez piense que al próximo tope en la procesión puede caerse y romperse la nariz contra el cemento y que deberá aguantar el golpe para no pecar. Yo la miro cantando ora pro nobis segura de que el lazo dorado que le circula la cara adornando el manto sagrado y azul brillante que lleva coronado de estrellas, le está cortando la circulación. Espero que aguante, que no se asfixie o que no se pare y le parta la cara al San José que viene burlándose detrás de ella como acostumbra cuando alguien la molesta porque, entonces las pecadoras seríamos dos. ¿Esta época significa poner a los niños en peligro para que perdonen nuestro pecados?, pienso. Creo que la Navidad me disgusta.

Razón 2: (1981) Sala de la casa. La sensación de las luces del árbol que se van reflejando por la pared de las escaleras mientras bajo, siempre me pone nerviosa. No estoy segura de que el elefante quepa por la puerta de la entrada pero ni pregunto, no vaya a resultar aún más hereje. Ahí voy. Una vez más los Reyes se han equivocado. El zapato de mi hermana es menor que el mío pero siempre le dejan a ella lo que pido yo. Los Reyes son unos miserables, ¿cómo pudieron hacerme esto? Tengo 11 años, todavía me gustan las muñecas, no me han crecido pechos, uso camiseta, ¡esto no puede ser! Tomo la carta que hay en el zapato de mi hermana que dice “Laurita” y leo una sarta de mentiras sobre que ya crecí. Debajo de tantas falsedades hay una falda dos tallas más grandes que mis caderas, de pana tan rasposa y negra que serviría para tallar los trastes y encima, una de las imágenes más horrendas que he visto en mi vida: Un casete de fondo blanco con letras azules, un hombre bronceado de más, con arrugas hasta en las orejas y dentadura falsa que asusta. “Julio Iglesias. De niña a mujer”, dice. Sería mejor que mis padres bajen y me digan que ya se acabó el juego de los Reyes y que no son magos, que es una friega ir por los juguetes durante la noche esperando que no vayamos a despertarnos, que suelen venderlos al triple costo de su precio regular. Que los Reyes no existen. ¿Esta época es para mentir? No me gusta nada ni Julio Iglesias, ni los Reyes Magos, ni Santaclós ni la Navidad.

Razón 3: (1981) Mamá en la cocina desde ayer. Hemos pelado almendras en agua, picado nuez, cebolla, ajo natural con el pretexto de que endurecerá mis uñas. Molido manzanas, trozado el plátano macho, despedazado los camarones en la licuadora, hecho el mole como lo hacían las abuelas, movido cuidadosamente el chocolate para disolverlo. Inyectamos el pavo desde anoche y encajamos toda la caja de palillos en el lomo de cerdo con el siguiente procedimiento: licúe mostaza con naranja y ciruelas pasas, que deben hacer sido remojadas previamente. Unte esa deliciosa mezcla en el lomo de cerdo aunque le dé asco. Huela sus manos 5 días después y recuerde la maravillosa receta, no le importe que sus compañeras se burlen. Tome un pedazo de piña de preferencia natural y cortada en trozos. Si se cortó con el cuchillo, chúpese el dedo. Tome una cereza roja sin comerla, encaje todo en la piel del cerdo y no se preocupe porque el animal ya murió. Ahora tome un pequeño cuchillo, pique detenida y cuidadosamente el lomo por aquí y por allá, recuerde que no le duele, estire sus manos y tome del frasco oloroso los clavos aunque se acuerde del dentista, introduzca el rabillo y deje la cabeza del clavo afuera. Deje que su madre meta eso al horno. Espere, siga picando, oliendo, ayudando, moliendo, envolviendo y cocinando hasta que den las 8. Suba a cambiarse como energúmeno seguida por su madre, su padre y sus hermanas. Salgan corriendo como bólidos hasta la iglesia, entren a la misa, tomen el niño, mesan el niño, levanten al niño, besen al niño, acuesten al niño. Persígnense, arrepiéntanse de sus pechados, hagan penitencia y corran de nuevo de regreso a casa no sin antes darle al padre su respectivo y generoso diezmo. Pongan la mesa, piquen los quesos, acomoden las botanas, prendan las velas, esperen a que la gente comience a llegar. No desespere, en México la puntualidad no existe. Cuando todos arriben, se abrazan, abren los regalos y aunque no les gusten, pongan cara de que los obsequios fueron fascinantes. Luego se sientan, comen mientras su madre corre, se sienta, se para a la cocina por quinta vez, se sienta, que alguien quiere sal, de nuevo. Ahora, cuando den las 12 digan salud, aunque se estén muriendo del cansancio. Aunque  a su madre ya le duelan las manos de tanto picar y le ardan las yemas de los dedos por el chile del mole. Aunque su padre se vaya de lado porque ya se quiere dormir. ¡Salud, salud!, ¡feliz Navidad, salud!… ¿Esta es época de agotar egoístamente a la gente que amamos para decirle “gracias estuvo rico pero le hubieras puesto menos aceite”? ¿De dar regalos “porque hay que llevar regalos o qué van a decir de mí”? No, no me gusta la Navidad.

Razón 4: (1995) Centro Histórico de Puebla. Mi hermana ha muerto. No sé por qué carajos estamos en Puebla, ni a qué venimos, ni qué hacemos aquí los 6 con caras largas, escuchando afuera las pastorelas y los villancicos, viendo las luces en le cielo tronar. Mi padre está sentado a la orilla de la cama de un hotel lúgubre y viejo mientras nosotros nos miramos. No hay nada qué hablar. Es Navidad. ¡Es Navidad!, dice alguien. Entonces, mi padre, sin mucho afán voltea, ¿qué hago?, ¿y qué carajos hago?, dice, y se pone a llorar. Todos callamos, este dolor lastima. Minutos después mi padre sale, nadie pregunta. Vuelve más tarde con una bolsa de plástico que humea, alguien la abre, es un pollo, el peor pollo rostizado que he visto en mi vida, un pollo flaco, brillante, anaranjado que está ahí, al medio de la cama y nosotros a su alrededor. Es Navidad. Mi padre, en la esquina, parado en la penumbra de ese hotel nauseabundo y triste, llora fuerte, se lleva los brazos a la cara, se hinca, llora como niño y dice, es Navidad, mi hija ha muerto, ¡es Navidad! Yo no entiendo qué mierda hace ese pollo asqueroso ahí al centro. ¿Esta es época de comer y abrazar y reír cuando quieres morirte? ¿Es para pensar positivo y ser bueno con todos cuando quieres arrancarte los cabellos de la desesperación? No, a mí la Navidad me duele.

Razón 5: (1996) Universidad, Mexicali. Alguien ha tenido la grandiosa idea de que vayamos a un hospicio y actuemos un pequeño montaje navideño para los niños. Amontonados en un auto vamos 8 tratando de no arrugar la ropa y haciéndonos menos incómodo el codo o la rodilla que nos van enterrando en las costillas, con las cobijas que vamos a regalar. Al llegar nos reciben unas madres vestidas de gris, con el rostro gris, la boca gris, la mirada gris extraña y nos dicen: “Pasen”. Los niños nos esperan, grises también, con miradas perdidas, en sillas de plástico de colores y mesitas. Un compañero nuestro es actor y ha dirigido los ensayos. Comenzamos frente a un público que no aplaude ni reacciona hasta que vamos a la mitad, tres de las madres se han ido, entonces lo niños saltan, ríen, gritan hasta que nuestra obra termina. Las madres regresan con tamales y atole y nos sentamos a conversar. Los niños vuelven a ser grises. “Ojala y nunca hubiéramos venido”, pensamos. Comenzamos a mirarnos a los ojos, ahí se respira un ambiente raro. Los niños ensimismados y silenciosos cuando vienen las madres. Gritones y espontáneos cuando las madres se van. Se nos atora el tamal, algo no nos gusta. Ha llegado la hora de irnos, varias compañeras lloran, los niños se despiden cada uno con su cobija. “No te vayas –me dice uno–, quiero ser tu hijo”. No nos dejen, le grita otro a mi amiga, tú me dijiste que serías mi madre. La algarabía de momentos antes se vuelve tragedia en ese salón tan gris como las madres que ven y nada dicen. “Ya, ya”, se tienen que ir. Subimos al auto en silencio con la garganta apretada pensando, ¿para qué carajos venimos aquí? Odiamos un poco a la compañera que dijo al niño que se despedía ahogado en llanto que sería su madre. ¿Esta es época de dar cobijas y echar a perder realidades que no podemos cambiar para sanar nuestros pecados y luego olvidarnos de lo que vimos? A veces la Navidad no huele bien, no termina de gustarme.

Razón 6: (2012) Patio de la escuela. Nos han dicho por el micrófono que el festival inicia. Los niños de algún grado comienzan a parase para colocarse al centro y bailar. Todo es tan hermoso y navideño que me conmuevo. Trato de aguantar el enojo cuando veo, justo al centro, un pino navideño de fieltro que trata de mover las manitas mientras la madre lo graba feliz y la maestra le dice con los ojos que baile. El pino-niño de fieltro navideño es una especie poco común y de movilidad complicada, pero lo intenta. Debe llevar los antebrazos pegados al cuerpo pero alcanza a mover las manos hacia un lado y hacia el otro, mientras se estira  intentando ponerse de puntas sin perder el ritmo para respirar. Casi a la altura de la nariz tiene un hermosísimo hoyo cortado a mano y bordado de encaje dorado que le da más aire navideño, por el cual puede sacar los ojos. Es tan lindo verlo, miren los rostros felices de las madres, ¡qué ternura!, el niño-pino navideño tiene además dos pequeñas piñatas que le cuelgan de las axilas, ¡hay qué gracioso!, ¡miren cómo baila! No sonrío, las madres creen que soy de otro planeta. El niño-pino navideño se agacha para agradecer los aplausos y regresa a su lugar moviéndose con trabajo e intentando que los múltiples regalos y moños de papel que lleva a la altura de las pantorrillas no vayan a despegarse. ¿Esta es época de torturar a los niños con ensayos y disfraces incómodos para que nos diviertan?, ¿es para vestir a nuestros hijos de la manera más cruel y ridícula posible para poder reírnos un rato y para que luego, sus compañeros se burlen durante todo el año? Definitivamente no me gusta la Navidad.

Unos pequeños granos ardorosos comienzan a salirme en la piel, no sé si son los osos blancos mecánicos del desfile o el tráfico que generan a una calle de donde vivimos o tal vez los programas navideños en los que todos se aman y se toman de las manos y cantan y lloran juntos mirando a la cámara mientras encienden velas por la paz, o quizá los aguinaldos que se van en regalos y los abrazos que no se quieren dar, pero se dan por compromiso. O seguro me salen porque soy inhumana y egoísta y no busco ver a mi familia una vez al año, sino todo el año y no regalo más que cuando de verdad quiero dar.

Ahora entiendo el error en el que vivo: si tomara coca cola y viera a los osos que causan urticaria, tendría el sabor de la navidad en mi corazón y sería tan, pero tan feliz, que haría increíblemente feliz a mi hija y a mi familia.

Si comprara decenas de cosas superfluas para dar a montones, dependiendo de a cómo me alcanzara la quincena aunque luego no tuviera ni para los gastos mínimos, la gente me querría mucho, sería muy feliz y los haría felicísimos a todos.

Si le hiciera a mi hija el mejor y más aparatoso disfraz navideño para que toda la escuela recordara siempre lo estúpida que se veía tratado de moverse al centro del patio mientras la música sonaba, sería una buena madre y tendría, muy dentro de mi corazón, como el resto de las señoras que corren al desfile, el espíritu de la Navidad.

Caray, qué necia e inhumana he sido, ¿dónde están mis sentimientos?

Tenía razón el padre Abram, soy una pecadora sin remedio.

QMX/la

Te podria interesar