México se la juega en 2025
Mire usted, le aseguro que la soledad no se contagia. Yo la siento cuando voy caminando por la calle. Hay un calor especial que me cobija y no duele, que me permite decidir en libertad.
Por ejemplo, la veo todos los viernes en los ojos transparentes de una mujer que se sienta sobre los escalones del dentista, frente a la vendedora de tlacoyos, y me parece que no lastima tanto como se suele creer.
Usa calcetas hasta la rodilla que dejan ver sus pieles viejas y sandalias plásticas negras que son grises de tan lavadas, como los cabellos que salen debajo de su nariz y llegan hasta los tres dientes que conserva todavía cuando dice: “Vaya con bien, que Dios la bendiga”.
Durante la mañana nos hemos parado a preguntarle si ya desayunó, si quiere un tlacoyo, si lo prefiere con salsa roja o verde. Mientras lo ordeno, una mujer en silla de ruedas que también parece vivir sobre la acera y se ubica justo a un lado del puesto de tlacoyos y sopes de maza azul, me dice refunfuñando: “Ella no es tan vieja, lo que pasa es que siente soledad”.
Al otro lado de la banqueta, Abril le pregunta a la mujer del cabello blanco si tiene nietos, si se ha casado, si ya enviudó, si alguna vez tuvo familia, cuál es su edad. Ella, uno de los personajes silenciosos de la Ciudad de México que ocupa como cada viernes dos escalones a la entrada del restaurante El Sirenito en La Condesa, le asegura que no recuerda nada, pero que está por cumplir cien años.
Si uno se toma la molestia y se detiene a hablarle, ella te agarra la mano para agitarla como papalote sin decir mucho. Te bendice agradeciendo que la hayas visto, que te atrevas a conversar.
Su delantal roído y viejo está limpio. No vende nada, no pide dinero, sólo observa a los caminantes que la ignoran como si fuera un ladrillo más de la pared.
– Ella no está tan sola, me reitera la señora, su vecina involuntaria, su compañera enemiga, su acompañante eterna en la misma calle a metros de distancia.
Entonces, la anciana de los escalones se pone de pie con su cabello blanco y quebradizo para caminar encorvada, como agachándose a recoger moronas, rumbo a algún lugar desconocido como su historia, feliz con su tlacoyo para desayunar.
Mientras ella se aleja, su vecina refunfuñona de cabellos rizados y rubios, con pestañas postizas, anillos de bisutería, chal brillante y labios carmín, estira sus brazos para girar las ruedas de la silla que la mantienen postrada desde que su marido, “el desgraciado” la abandonó para dejarla tan sola, según me cuenta.
“Ella no esta tan sola”, me repite y antes de irse saca de su bolso una cartera con fotografías diminutas y comienza señalando una a una: esta es su hija, su esposo el desgraciado que se ha muerto, aquella soy yo, me dice feliz, ¿a poco no era muy hermosa?
No sé la edad verdadera de ninguna pero ambas me son muy familiares. Suelo verlas cuando paso junto al aguacate, el chicharrón o si pido unas flores al señor que se para en el estacionamiento de la calle Pachuca. Las puedo ver tan bien, como ellas se miran la una a la otra cada viernes sin dirigirse la palabra.
Una bendice mientras la otra se arregla el cabello.
Aquella agita tu mano no queriendo separarse de ella y esta te muestra sus fotos familiares como para que tú formes parte de su familia también.
Ella dice ser más joven que la otra y la otra no dice nada porque todo lo ha olvidado, menos que está a punto de cumplir cien años.
Una te ve con los ojos transparentes, con esa luminosidad que sólo da la edad y la otra con una mirada que ruega platiques un ratito más.
Ninguna lleva un letrero que diga: “Estoy sola”, pero las dos salen a la calle a sentarse, a ver pasar a la gente y a conversar con todos aunque nadie les dirija la palabra. En cambio yo, que en tres semanas más cumpliré años, lo único que quiero es no salir a la calle, estar sola y conversar únicamente con la gente que amo.
Antes de que tuviera todos estos años, mucho tiempo temí ir al cine, comer en un restaurante, ir a alguna presentación de un libro, a la inauguración de alguna exposición, al teatro o a un museo sin compañía.
Fueron muchas las voces que me vaticinaron una terrible soledad y llegué a sentí miedo de no volver a estar acompañada. Y con ese terror seguí caminando hasta que me senté en alguna butaca para ver la película que quería, pedí un café en la mesa de mi café favorito mientras leía mi libro y viajé para conocer nuevas calles en países cuyos idiomas desconozco.
Hoy que se acerca mi cumpleaños he reparado en la existencia de estas dos mujeres con las que me he cruzado durante mucho tiempo. Observo a la de cabello blanco con esa sonrisa libre y me doy cuenta de que la compañía se lleva en el interior. Veo a la mujer maquillada de cabellos rizados mostrar su vida en fotografías y me duele que le lastime tanto su soledad.
Antes, solía creer en los amuletos de la suerte y los buenos designios para el amor. Coleccionaba amigos temporales y esperaba con fe cada nuevo año a que arribara por fin el amor de mi vida mientras los otros, acompañados por sus propias compañías, me miraban con cierta compasión.
Pero ahora que se acerca mi cumpleaños sé que nada cambiará aunque me cuelguen mil quinientos amuletos de las orejas. Así me hagan limpias y me echen aguas benditas en el cuerpo, me metan a bañar al río más sagrado e inunden de aceites de olor las almohadas en las que me recuesto, no necesito más, porque la soledad y la compañía se llevan dentro de los ojos y se padecen o disfrutan, a propia decisión.
Mientras la anciana de cabellos blancos come su tlacoyo y la otra, que me asegura no es tan anciana, sigue contándome lo hermosa que era, pienso que en mi cumpleaños lo único que quiero es soledad, solitude, paz, un momento sin ruido, de luz, un espacio verde y un mantel de cuadros rojos y blancos sobre el cual recostarnos, un vino de la tierra que me cobijó en el desierto y un pay de higo para compartir con mi hija y mi familia, con 5 amigos entrañables y mis perros.
Sólo quiero un día de cumpleaños para tirarme en el pasto, ver las nubes y reír sin preocuparme por si llegaré a ser como la mujer de los labios carmín o la señora de los ojos transparentes que va silenciosa mirando al mundo, con una risa cuyo origen se desconoce, con una alegría que bendice y que muchos, aunque vayan caminando por la vida del brazo de alguien para no sentirse solos, quisieran poseer.
Hoy que estoy a punto de cumplir años no temo a la soledad, sino a la compañía vacua que me haga sentir sola.
Para Gretta Hernández, maravillosa fotógrafa-poeta y amiga, en su cumpleaños.
2 En: http://www.pilarjerico.com/tag/bernand-shaw
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