De norte a sur
Se encuentra en las peores horas bajas un querido amigo sacerdote, Juan Rubio. Prolífico periodista, escritor e historiador pero, sobre todo, descomunal andaluz jienense y ávido lector de atril y lápiz que, en estos días, se le sacrifica en el patíbulo digital tras un terrible episodio que quedó grabado para la proterva posteridad.
Juan no cometió ningún crimen -no al menos uno civil o penal- pero sí fue evidenciado en su yerro como eclesiástico, como pastor de almas y servidor de Dios para los hombres. No es la primera vez que se le pone en el patio de las lapidaciones pero, sin duda, ha sido el escándalo que más le ha afectado; tanto, que de inmediato solicitó su renuncia ministerial y admitió que requería ayuda profesional para atender un problema de depresión.
Mi estimado amigo no es -y me parece nunca ha sido- un sacerdote de estilo ortodoxo; aunque debo aclarar que, en el estricto sentido, ninguno lo es realmente. Es por ello que vale la pena reflexionar sobre los muy variados estilos sacerdotales y sobre los retos que les implica ser ellos mismos en una hipercompleja y secularizada sociedad como la nuestra; también respecto a los desafíos que deben afrontar nuestras comunidades al tener que lidiar y convivir con estos hombres que, poco a poco, tienden a ser personajes incidentales y casi ajenos a las dinámicas personales y familiares contemporáneas.
En el mundillo eclesiástico se suele decir -equivocadamente- que un cura se encuentra en ‘desgracia’ mientras más lejano se encuentre del centroide del poder del obispo o de las instituciones doctas y disciplinares de la Iglesia. Conozco y he visto partir en humillante soledad a muchos de estos ministros; hombres en quienes la pobreza resalta ominosa en sus sotanas deslavadas pero cuya generosidad y amabilidad refulge en la sonrisa de los monaguillos o en las lágrimas de gratitud de quienes acuden a ellos turbados o desesperados ante una aflicción grave. Estos hombres fincan directamente en el paraíso.
Un sacerdote encumbrado, por el contrario, básicamente converge regularmente con los tomadores de decisiones y, mejor, si es parte de sus íntimos consejeros. Al convivir, aprende y reconoce los lenguajes del gobierno y de las relaciones con los poderes civiles o económicos, alcanzando cierta ‘comodidad’ en el empíreo social y eclesiástico.
No siempre esto es negativo, muchas veces son personajes verdaderamente brillantes, intelectuales de primera línea, artistas, científicos o distinguidos articuladores sociales.
Sin embargo, hay una versión perniciosa de un cura artificialmente encumbrado, es el llamado ‘carrierismo clerical’: sacerdotes cuya ambición por subir escalafones de la dignidad y la distinción los hace sentir más cómodos en los corredores palaciegos que entre los menesterosos y enfermos, más acostumbrados a doblar el espinazo que a la devota genuflexión. El mismo papa Francisco ha criticado mordazmente a estos personajes, no los baja de ‘trepadores’ y, aunque suelen dominar el escenario público o mediático, el pontífice ha querido poner un remedio privilegiando a los curas periféricos, barriales y marginales; a los últimos.
Finalmente, están los curas que han hecho de sí mismos el eje del poder; sacerdotes más cercanos a la figura del cacique que a la del humilde Nazareno: controlan, disponen, imponen y mandan sin obedecer. Así como son, se bastan y sobran con ellos mismos.
Con todo, sacerdotes en verdadera desgracia hay en cada tipo y estilo de trabajo; no hablamos de criminales o estafadores, sino de hombres auténticos cercados por un mundo que los reduce al exotismo. Personajes como el que describe Bécquer: “Mi vida es un erial / flor que toco se deshoja: / que en mi camino fatal / alguien va sembrando el mal / para que yo lo recoja”.
Mi amigo Juan no es el único en horas bajas. De sobra sé que muchos sacerdotes se encuentran en igual desdicha, más de los que deberían y, por supuesto, más de lo que merecen. La soledad, la depresión, la tristeza, el desánimo, el ostracismo social y las tentaciones que narcotizan las voces del fracaso se agolpan a la puerta de la salud mental de cientos de ministros de culto. A ellos hay que recordarles lo que apuntó el creyente: “La gloria de Satán es el intento, no el triunfo; su grandeza, está en su fracaso”.
Solidaridad estimado Juan. Esto también pasará.
Felipe de J. Monroy es director de VCNoticias.com
@monroyfelipe