La nueva naturaleza del episcopado mexicano
La terrible masacre de infantes y educadoras en Uvalde, Texas, vuelve a mirar a la sociedad norteamericana (y a nosotros mismos con nuestros demonios) con graves interrogantes que trascienden los debates sobre el control de armas o la presencia del ‘mal’ en los pueblos y sus hogares.
La epidemia de balaceras en colegios de EU se ha tornado, trágicamente, en parte dolorosa de la cultura de aquel país; y esto último lo digo sin ningún tipo de superioridad moral pues la narcocultura mexicana quizá extienda sus tentáculos en aún más aspectos de la vida cotidiana del mexicano promedio.
La reciente masacre en la escuela primaria Robb de Uvalde se ha colocado como el tercer tiroteo escolar en Estados Unidos con mayor cantidad de víctimas mortales (22 hasta el momento); le anteceden las 33 muertes (27 estudiantes universitarios, 5 profesores y el suicidio del perpetrador) del Tecnológico de Virginia en 2007 y la igualmente dolorosa tragedia en la Primaria Sandy Hook en Connecticut del 2012, donde se segó la vida de 21 niños de entre seis y siete años de edad, la de seis adultos y la del ejecutor.
Los cientos y cientos de tiroteos masivos y tiroteos escolares que acompañan la historia norteamericana han hecho ya una costra cultural difícil de ablandar: una cultura que sigue promoviendo la proliferación de armas, la legítima defensa patriótica sobre la vida del prójimo, la deificación de las fuerzas militares durante las inmorales invasiones de pueblos extranjeros, la justificación de la brutalidad policiaca bajo el velo de la discriminación racial o socio-económica, el nihilismo amoral de los herederos de un imperio sin fronteras, los efectos de la agresividad social y de la arrogancia dolarizada, la profunda confusión entre la tolerancia y el abandono de los pacientes con complejos trastornos psicológicos, el abismal tedio que se busca satisfacer con todo tipo de consumo y, claro, el exceso de consumo, esa lógica depredadora que avasalla y desata en cualquiera rasgos de esquizofrenia.
Se podría ahondar en estos fenómenos que petulantemente buscan obtener respuestas a la inquietante realidad de tiroteos y masacres en colegios; sin embargo, al observar –cíclicamente hay que decirlo con vergüenza– a los devastados padres de familia que han perdido a sus hijos o a las comunidades que lloran por las muertes y también por el trozo de alma que han perdido, queda claro lo inútil que es buscar respuestas. Quizá, para algunos, únicamente la dimensión espiritual puede abrazar al alma destrozada con el misterio de lo eterno y darle sosiego en esas impurezas del vacío.
Ante las tragedias, la realidad se torna insoportablemente incómoda, tan sólo mencionarla rasga la piel del alma. Sabemos de eso porque, como dije, aquí también lidiamos con nuestros propios demonios. ¿No aquí en México, con los más de 100 mil desaparecidos y los miles de homicidios, nos provoca un desagradable temblor que las madres buscadoras de desaparecidos en el desierto reconozcan el aroma de la tierra donde se descompone un cadáver? ¿Cómo se adquiere ese tipo de conocimiento? O, ¿no acaso también nos estremecen los testimonios de los padres que, yendo de morgue en morgue, revisan hasta 500 fotografías diarias de cadáveres para intentar reconocer entre ellos a sus hijos? ¿Cómo se desliga un alma de esa atrocidad?
¿Cómo se puede vivir tras dar con la fosa clandestina donde fue arrojado un ser querido buscado por días, meses o años? ¿Cómo se puede vivir tras detenerse en la centésima fotografía que muestra alguna ropa, algún crucifijo o algún tatuaje inequívoco del ser amado asesinado?
La insondable vastedad de dolor que padecen las familias ante la muerte o la desaparición de sus seres queridos no suele hallar ni respuestas ni paz, no a corto plazo y ni siquiera mínimamente. La resignación se negocia con un tremor que permanece aún bajo la luz, la fe o la paz; un suspiro recurrente que evoca algo como lo que menciona el poeta Manuel Acuña: “¿Ves?… en aquellas paredes están cavando un sepulcro, y parece como que alguien solloza allí, junto al muro. ¿Por qué me miras y tiemblas? ¿Por qué tienes tanto susto? ¿Tú sabes quién es el muerto? ¿Tú sabes quién fue el verdugo?”
*Director VCNoticias.com