Jubileo 2025: Llevar esperanza a donde se ha perdido
Durante milenios la humanidad conoció y utilizó las propiedades curativas de ciertos frutos de la naturaleza: algunos minerales, determinados productos de origen animal y muchos de procedencia vegetal: las muy conocidas, famosas y ampliamente usadas todavía plantas o hierbas medicinales.
Todos estos productos y sus propiedades curativas pertenecen al amplio campo del conocimiento empírico. Y han sido la base de la creación de la medicina científica moderna, la que ha sido posible gracias al prodigioso avance de la química en los últimos doscientos años.
Producir medicamentos científicos implica necesariamente un largo y complicado proceso de investigación. Hay que crear laboratorios, preparar y capacitar técnicos y científicos y ensayar una y otra vez el nuevo producto obtenido hasta comprobar sin duda alguna su eficacia terapéutica.
Todo esto, desde luego, requiere de enormes inversiones, es decir, de mucho dinero. Consecuentemente, las empresas farmacéuticas procuran vender sus productos a un precio que les garantice la recuperación de sus inversiones y, desde luego, una ganancia significativa.
La ley en casi todo el mundo reconoce este derecho de los creadores del nuevo conocimiento. Pero le ha fijado límites: la patente del producto garantiza ese derecho sólo por un determinado número de años. Transcurridos éstos, ese conocimiento pasa a ser del dominio público y el medicamento puede ser producido libremente por cualquier empresa del ramo.
A estos medicamentos libremente producidos se les llama genéricos. Y posibilitan su utilización por la gente a precios muy reducidos y, sin desconocer que siempre puede haber abusos, con márgenes de ganancia razonables para los fabricantes.
De este modo, la fabricación de medicamentos genéricos significó (y significa) poner al alcance de casi cualquier persona, sin importar mayormente su condición económica, medicamentos de otra manera inaccesibles.
Pero en México, y quizás en muchos otros países, la ampliación y universalización del uso de medicamentos genéricos enfrenta grandes obstáculos. El primero de ellos es, sin razón objetiva, la falta de confianza de la población en la calidad y eficacia curativa de esos productos.
A esa falta de confianza contribuye la resistencia y negativa de un buen número de médicos del sector privado a prescribirlos. Éstos recetan marcas y no necesariamente la sustancia activa del medicamento. Por ejemplo: el galeno prescribe un antibiótico llamado Rocephin y no la sustancia activa que es la ceftriaxona. O receta Mucosolván y no ambroxol, que es el compuesto expectorante y antitusivo del Mucosolván.
También los dueños y empleados de muchas farmacias tienen su parte de responsabilidad en la existencia y permanencia de la desconfianza de ciertos consumidores en los medicamentos genéricos. “Es mejor el original” o “El genérico no es tan efectivo” o “Es de efecto más lento” son las habituales e irracionales consideraciones de los empleados de mostrador ante la ignorancia o indecisión del cliente.
Es verdad que en materia de compra y venta el precio es el factor más importante a la hora de elegir entre dos o más productos. Y también es cierto que ante la escasez de dinero el consumidor opta en general por el más barato. Pero lo hace movido por esa baratura con un dejo de desconfianza y con un “ni modo, no me alcanza para el mejor”.
Este fenómeno es grave porque atenta contra una modalidad farmacéutica de cuyo desarrollo depende en buena medida la salud de millones de personas. ¿No deberían médicos y farmacéuticos revisar su conducta o, al menos, explicarnos por qué debemos adquirir y usar medicinas de patente y no genéricas?
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QMX/maf