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Todavía aguantar las exigencias distorsionadoras de AMLO
Pensar que no sólo los políticos han de tragar sapos durante su trayecto a la cúspide del poder, es como para desencantar a cualquiera. Ahora la sociedad, lo quiera o no, debe apechugar con el cinismo presidencial; escuchar, ver imágenes del balance de su gobierno, se convirtió en una agresión, ante la cual la única defensa es el zapping o, de plano, apagar la radio, la televisión o apartarse de la prensa escrita durante unos días.
De creer lo afirmado por el presidente constitucional de este dolorido país, los 38 millones de electores que votaron en contra de otro gobierno panista son unos desagradecidos, incapaces de comprender los esfuerzos realizados por él y sus colaboradores, el compromiso ideológico y humano asumido por sus familiares y amigos para, junto con el titular del Poder Ejecutivo, enfrentar las perversas acechanzas del crimen organizado, de la crisis económica internacional, las pretensiones de Estados Unidos de gobernar México desde Washington, y todavía aguantar las exigencias distorsionadoras de AMLO.
Al presidente constitucional (supuestamente) de todos los mexicanos, le sobró soberbia, se dejó llevar por un orgullo mal conceptuado, le faltó esa humildad que es características de los verdaderos hombres de poder, de aquellos aspirantes a la grandeza, pero la confundió con lo grandote y las estadísticas, maquilladas, por supuesto.
En el momento en que convocó a dejar atrás los rencores poselectorales, se descubre su verdadero talante, su auténtica manera de ser y su frustración al darse cuenta que su gestión de gobierno está muy lejos de significar lo que él soñó que sería.
Le faltó humildad para descender y llevar al diálogo a AMLO. Quizá también para reconocer en el PRI a un opositor y nunca a un enemigo, a un aliado y no al anatema bíblico en que lo convirtió durante seis años. De allí que lo califique de cinismo, pues a él se debe, en lo fundamental, la confrontación entre mexicanos y lo difícil que será encausar la reconciliación nacional.
Puede recorrerse el discurso político y social del presidente, pueden buscarse los fundamentos ideológicos de sus controversias constitucionales, su decisión de dar marcha atrás a la Ley de Víctimas para imponer su propuesta, o sorprender, al cuarto para las doce, con una reforma laboral que se convierte en corona de las exequias del Estado benefactor. Allí anida el rencor.
En El mundo de ayer, Stefan Zweig dejó anotado: “… los movimientos políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la Primera Guerra Mundial…
“El odio de un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras…; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética”.
El verdadero legado del presidente que se va es el desorden, el tiradero y, como consecuencia, la puerta abierta para que la sociedad busque en sus gobernantes la mano dura, los tiente con el autoritarismo.
QMex/gom