Teléfono rojo/José Ureña
La reciente publicación de una pequeña pero sustanciosa reforma a la Iglesia por parte del papa Francisco ha causado más revuelo del esperado entre diversos sectores del catolicismo mundial: mientras unos acusan al pontífice argentino de ‘corregir la plana a sus santos predecesores’ otros confían en que las nuevas disposiciones reconducen a la Iglesia universal a la siempre ansiada unidad que suele estar amenazada tanto por sectarismos como extravagancias litúrgicas.
La reforma en cuestión lleva por nombre ‘Traditionis Custodes’ y el propio pontífice explicó en una carta a los obispos el porqué de la anulación de concesiones hechas por san Juan Pablo II y Benedicto XVI a ministros y fieles que deseaban celebrar la ‘Misa en latín preconciliar’. Sin embargo, para entenderlo hay que ir al principio:
Entre 1962 y 1965, la Iglesia celebró un Concilio Ecuménico de gran envergadura. Como resultado, se alcanzaron nuevas constituciones apostólicas donde se reafirmó la esencia de la institución, pero también donde ‘se actualizó’ el carácter de esta para responder a los retos de un cambio de época. Una de estas actualizaciones fue la promoción de la celebración de la misa en la lengua vernácula de cada pueblo; no se derogó la ‘misa en latín’ (ni se censuró esta lengua como el idioma oficial de la Iglesia) pero se consideró que las celebraciones en un idioma comprensible para el pueblo ayudarían a los fieles a participar de la misa con más conciencia, más piedad y más conminados a la acción.
Como era de esperarse, no todos aceptaron las reformas y decidieron romper con Roma, con el Papa y con la Iglesia universal. Con el tiempo, algunas comunidades de antiguos líderes ‘excomulgados’ plantearon deseos de retornar, aunque su tradición era la misa en latín y el rito preconciliar. Tanto el papa Juan Pablo II como Benedicto XVI hicieron gestos de caridad con estas comunidades; el primero promulgó reformas en forma de indulto y medios para facilitar su retorno a casa, y Ratzinger actualizó la ley garantizando la misa en latín de rito antiguo ‘para todo el que lo pida’ y ‘para favorecer la reconciliación en el seno de la Iglesia’.
En 2007, Benedicto XVI intuyó que la riqueza de la misa en latín y los rituales preconciliares ayudarían especialmente a favorecer la identidad de la Iglesia, la reconciliación con su historia y la unidad entre comunidades. Sin embargo, catorce años más tarde, Francisco ha impuesto una nueva reforma: la derogación de las concesiones de sus predecesores.
La explicación es breve, pero nada simple: Francisco también busca la unidad en la Iglesia y la reconciliación con su historia, pero especialmente con la más inmediata: con el Concilio Vaticano II. Para ello, los obispos deben volver a ser custodios de la tradición en el sentido más amplio. Su responsabilidad es la vigilancia, el cuidado no sólo de las formas sino del fondo. Para Francisco, al igual que para obispos consultados en todo el mundo, hay casos específicos en que las misas en latín y el rito extraordinario suelen alimentar ambiguos discursos en pastores que muestran desdén a la ‘actualización’ de la Iglesia de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Francisco pide a los obispos que sean custodios de una tradición y un magisterio que ya ha hecho historia en los últimos 60 años.
Sin duda, se trata de un sensible cambio de dirección que Bergoglio hace a la intuición que tuvo Ratzinger, uno de pontífices más brillantes que ha tenido la Iglesia y que aún vive y sueña detrás de los muros del Vaticano. Pero en el fondo, esa es la riqueza y vitalidad de la Iglesia católica.
El catolicismo universal se alimenta principalmente de tres fuentes: la revelación, la tradición y el magisterio. Cada una de ellas inmutable en su propia dimensión, pero vivas y siempre nuevas en su interpretación.
La Iglesia es ‘una’ por su dimensión mística, pero no es inalterable. No es monolito de piedra cuyo destino en el tiempo sea la mera erosión. Es un verdadero cuerpo vivo que mantiene sus inexpugnables raíces que perennemente extraen vitalidad tanto del cosmos de la Verdad como del universo del Misterio. Un cuerpo cuyas ramificaciones nacen, crecen y mueren al ritmo de la historia y sobre la piel de un mundo cuya principal cualidad es el cambio.
Es un cuerpo vivo por cuyas venas corre la esencia de aquellas tres fuentes, esencia que está sellada en las sagradas escrituras, en la historia y en la enseñanza de los sucesores de apóstoles pero que se abre al tiempo, a la tradición que ya es ahora para la certeza del futuro.
Felipe de J. Monroy/Director VCNoticias.com@monroyfelipe