Itinerario Político
Alberto, además de hiperactivo, se había distinguido en la básica por tener los puños sueltos y los pleitos eran cotidianos en la escuela o fuera de ella.
Así, de regreso a casa se topó con dos niños, uno de cuarto y el otro de quinto grado. El primero aún mostraba un ojo morado de la pelea pasada y el segundo le superaba en edad y tamaño.
La pelea, dispareja, estaba dando los resultados esperados para el par, pues mientras el grandulón le inmovilizaba desde atrás, el primero le tundía a más no poder.
De pronto, se sintió liberado del grandote, lo que le permitió repetir la dosis a su compañero de salón y el otro enemigo huía espavorido con una tarascada en un glúteo.
Un domingo, al mediodía, Quico, que así le dicen al tío Darío, bañaba a un perrillo que, tembloroso y con la cola entre las patas, se dejaba hacer en una vieja tina.
-¿Por qué lo bañas?
-Está mugroso
-¿Cómo llegó?
-Solo vino
Alberto se acercó al cachorro y al tiempo que le acariciaba la cabeza le daba la bienvenida:
-Hola “Solovino”.
A partir de ese momento, el perrito fue compañía de Alberto en las buenas y en las malas.
Creció y dejó de ser cachorro y un buen día se pegó al niño que iba a la escuela y se negó a regresar a casa. El trayecto de la casa a la escuela era de unas diez calles y Alberto desde pequeño había sido autosuficiente, así que no necesitaba de la madre para llegar a clases. En la entrada de la primaria el perro vio cómo se metía su amo y aceptaba el trato de regresar a casa solo. Calculaba la hora de salida y, puntual, estaba frente al plantel pasado el mediodía.
Pasaron los años y en unas vacaciones escolares –que incluían la visita al rancho de la abuela-, el embeleso de nadar en el río, subir hasta lo alto del Peñasco y recorrer sus bosques, hicieron olvidar al chucho que había quedado en la ciudad capital.
Al regreso, lo primero que buscó fue a Solovino…nada…nada. Había un gran hueco que no se llenaba. Las caminatas al colegio eran en solitario y en el retorno a casa la ausencia del pequeño perro era evidente.
Después de días de preguntar, de recorrer las viejas calles de la Villa de Guadalupe, aceptó la pérdida de un entrañable amigo.
La ciudad capital, ahora, dista mucho de la que le tocó vivir a Solovino. El día de hoy hay una enorme metrópoli en la que los trabajadores se explotan a sí mismos, sin un patrón que intervenga en la brutal batalla por un puesto de trabajo; pero también hay millones de canes de todas las razas y en diversas circunstancias. La mayoría, sueltos por las calles, unos con dueño y otros sin él, con el consecuente problema de salud.
En alguna ocasión, el director de la facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia comentaba que si en época de estiaje el detritus de los perros que flota en el ambiente fuera fosforescente, la ciudad no necesitaría iluminación.
Escribir sobre estos animales llevaría a un trabajo enciclopédico. Todos son nobles, todos son lindos cuando cachorros, cariñosos con sus amos y agresivos –en ocasiones- en defensa de sus dueños. Abundan las leyendas y los mitos, desde los que acompañaron a los primeros habitantes en las cavernas o los engordados –escuincles- para ser comidos en las fiestas aztecas.
Cuando cachorros, todos son bellos, juguetones y tiernos, lo que les trae la desgracia aparejada. Sólo recordar las películas: La dama y el vagabundo, con una Cocker Spaniel (reina); a Beethoven, con un San Bernardo; Rin Tin Tín, Comisario Rex, K-9, con un Pastor Alemán; Lassie, con una Collie, sin olvidarnos de los Doberman, Rottweiler, etc.
Cada película que ha incluido a estos animales trae junto la venta de cachorros que, pequeños, son la delicia y el “juguete” de los niños; sólo que al crecer dejan de ser graciosos; a los chamacos les aburren y en más de una ocasión los arrojan –a las mascotas, se entiende- a la calle (aunque San Compadre preferiría que fuera también a los niños). Así, vemos a cientos de estos animales adultos que algún día evocaron a alguno de los que aparecieron en las pantallas grandes. Terminan atropellados, mutilados, incendiados –inclusive- por vándalos, arrastrando un único pecado: haber sido remedo de “estrellas de cine”.
A los canes, como a los humanos, les aquejan alergias, diabetes, gripe y otros males, además sufren de stress. Sabia conseja mexicana es aquella que dice que “los perros abren los ojos a los15 días…los pendejos, nunca”.
Por su porte –y cierto parecido al príncipe Andrés de Inglaterra- Alberto nombró a su pastor alemán “Andrew”, con el que convivió 13 años, hasta que la displasia de cadera, propia de príncipes y perros de esa raza, llevó a la decisión de dormirlo y enterrarlo sentado, en el jardín, frente al portón, desde donde acostumbraba enterarse del ir y devenir de los vecinos.
Alberto, que por esas fechas se había lastimado—levemente- las vértebras lumbares en un accidente en la Iztaccíhuatl, preguntó al veterinario si no habría la oferta de dormir al dos por uno. Lamentablemente, le informaron, la promoción había terminado hacía unos días.