Libros de ayer y hoy
Mejor algo para recordar
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Este poema del escritor Octavio García, lo compartimos con orgullo.
Y nada tiene que ver con el “Dos de octubre, no se olvida”.
Mejor no nos olvidemos que el 14 de diciembre de 1990, un año y un día después de cumplirlos nosotros, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el 1º de octubre como Día Internacional de las Personas de Edad (ONU, 1990). Mil gracias.
Que en el país residen 15.4 millones de personas de 60 años o más, de las cuales 1.7 millones viven solas.
Cuatro de cada diez personas de 60 años o más que viven solas, (41.4%) son económicamente activas.
Y Siete de cada diez (69.4%) personas de edad que viven solas presentan algún tipo de discapacidad o limitación.
Y también para recordar, el poema al que Octavio le pone por nombre Abuelas.
“Alberto recuerda que cuando se despidió de la abuela, los canarios y cenzontles callaron intempestivamente. El viento, que serpenteaba entre los árboles, de pronto paró de correr y silbar.
-No nos volveremos a ver mi’jo -dijo Jose (como cariñosamente le decían los nietos a la abuelita Josefina)
-Tú vivirás muchos años más -contestó Alberto.
-Voy con el siglo, y éste no dura más de cien años- agregó la abuela en broma, mientras ponía expresión de magia en su cara y le daba lo que fue su última bendición.
Al salir él, una vez más los pájaros reanudaron sus gorjeos, sus trinos y cantos que alegraban los patios de la casa; y el viento reinició su sisear entre las ramas de los capulines y las moreras.
Hay abuelas malas, desalmadas, como la de La Cándida Eréndira, de la novela de García Márquez, y otras buenas, como el dulce. Alberto corrió con buena suerte, pues tuvo una malvada abuela, otra maravillosamente buena y sabia, y de pilón, una abuelastra, que era todo amor.
Cuando se fue Jose, quedó un enorme vacío en la casa de Oaxaca. El sonido del viento entre los árboles del jardín no era el mismo y el silencio era roto sólo por la cotorra que repetía la frase de la abuelita cuando escuchaba la llegada de alguna visita: ¿Quién por a’i? ¿Quién por a’i?
Ese silencio, para quienes hemos perdido a la abuela, nos da la oportunidad de meditar, no en lo que nos faltó hacer por ella, sino en aquilatar lo que ella hizo por nosotros. Recordar los consejos que afloraban espontáneos, sabiduría emanada de esas canas y arrugas que, pensábamos, habían nacido con ellas y que se nos hicieron familiares desde la infancia.
Cuentacuentos con recuerdos que enriquecieron nuestra vida.
Son los abuelos los que presumen a los nietos, como medallas al mérito, ganadas en las batallas de la vida.
Los nietos, se ha dicho, son la recompensa por llegar a viejos; ellos son la garantía de nuestra perpetuidad en esta vida.
Los abuelos, con su presencia, nos abren las puertas a la travesura y al encanto de la indisciplina. Así, cuando entran los abuelos en la casa, la disciplina escapa por la ventana. Son ellos quienes suplen a los padres en la iniciación y educación en la fe; el respeto a lo insondable, a lo misterioso que significa el conocimiento de Dios. Cuando están cerca de los chiquillos, salpican de polvo de estrellas su vida, iluminan sus sonrisas.
Su misericordia es enorme, pues por mal que los nietos se porten, siempre habrá una puerta abierta, un consejo o una caricia inmerecida. Claro que los hay a los que por sus acciones les gritan:” ese no tuvo abuela”
No te preguntes qué te faltó darle, pregúntate cuánto te dio, y verás que el balance siempre estará a su favor. Nadie puede hacer por los niños lo que hacen los abuelos.
Que recordarles signifique esbozar una sonrisa y, por qué no, soltar una carcajada por sus comentarios o acciones que, en más de una ocasión, nos parecieron inocentes y hasta infantiles.
Hay mujeres que dicen que de haber sabido cuán maravilloso es tener nietos, los hubieran tenido desde hace tiempo. A los nietos los quieren con la paciencia y la experiencia que el tiempo les dio.
Cuando murió José, las botellas y platos acomodados en un anaquel de la casa de la tía Eloísa comenzaron a moverse solos. La tía-abuela vio esto como un mensaje, una señal. Sin inmutarse, entendió el aviso: “Ya falleció mi hermana” le dijo al tío Norberto, al tiempo que se dirigía a la sala donde estaba la virgen de la Soledad. Encendió la lámpara de aceite y rezó en silencio. Las brillantes lágrimas que corren por las mejillas de la Virgen de la Soledad no se han secado. Tal vez aún no le han dicho que su hijo resucitó al tercer día.