El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
De otro amigo poeta y escritor
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Por cierto, nuestra gratitud al Instituto Mexicano del Seguro Social, por enviarnos a casa material informativo sobre el virus y auxiliarnos con cubrebocas, jabón, gel con base de alcohol y paracetamol, en caso de fiebre o dolor.
Y otra cosa, mariposa.
“Mi querido Carlos, en reciprocidad a tus atenciones te envío este texto mío, espero que te interese. Un abrazo hermano.
Sobre La letra escarlata. Roberto López Moreno nos aconseja que leamos el libro, como buen ejercicio para aprehender la buena literatura, para filosofar sobre lo bueno y lo malo que podemos ser dentro de la misma unidad.
Sobre los ángeles y demonios que nos revolotean en torno.
Sobre el pecado y su pretendido acto conjurador (perversión multiplicada), sobre la luz y la sombra.
Cerremos el libro, pero al ponerlo sobre el buró no nos asomemos al espejo, porque podemos identificar en el centro vitrio una letra escarlata que nos cubra el pecho.
Y sabremos que no es cierto, que tal imagen no es real, que es la malvada imaginación con su portentosa fuerza creadora la que desde las confluencias del cómplice reflejante nos estará gritando que sí es cierto.
Leamos del poeta y escritor chiapaneco Roberto López Moreno sus puntos de vista, lúcidos y reveladores.
X (Equis), quien en cualquier descuido podría cubrir patronímicamente el diccionario íntegro (son los tiempos que son, que es el tiempo), falleció de agudo e intransigente vulvibácter que le marcó sin inflexiones la pena moral y su muy visible deterioro físico…
Y prefirió la muerte, una muerte que bien pudo haber sido conjurada con un oportuno tratamiento antibiótico.
El miedo a la intransigencia de las mayorías mata.
No es de hoy ni del 1600, no es del 1850, cuando se escribió la novela La letra escarlata, no es por las vaporizaciones de estas puntuales tropicalerías ni por las incomodidades climáticas de lo muy al norte pervivente.
Es, en veracidad suprema, un fantasma que por las encrucijadas de todas las geografías los seres en comunidad se reparten para la flagelación.
Los prejuicios de las religiones anti sexuales son el abono más eficaz para esto.
La voz ventajosa de las mayorías, alevosa y perversa que, sabiéndose el cuerpo de los más, se ovilla hipócritamente en los crespones de lo que decidieron como el bien y desde ahí.
Su pluralidad descarga el odio contenido contra la singularidad, la persigue, la cerca, la atormenta, voltea hacia ella la culpa para disimular las propias, método efectivo comprobado una y muchas veces a lo largo de la historia de la humanidad.
La mayoría tiene la razón, la minoría con su presencia solitaria plantea el debate irresoluble y muestra las entrañas de la libertad del uno aplastada por el reglamento de los muchos.
El marco duro e inflexible desde la geometría que en su exactitud no late, sólo demuestra, es impuesto contra el pulso, dueño de los caminos, mismos que no le permiten transitar porque la libertad envenenaría a los coludidos con la ley, la que se crea para armonizar y se convierte en imposición y asesinato.
¿Cuántas veces hemos sido llevados al centro de la plaza por fuerza de la multitud justiciera?
¿Cuántas veces la mayoría nos ha elevado hasta la dignidad pavorosa del patíbulo y nos ha hecho pagar nuestra soledad frente a la rabia conglomerada?
¿Cuántas veces nos hemos tenido que rehacer de horca o guillotina por haber pretendido sernos leales?
Las mayorías mandan y sus fanatismos, en lo moral, en lo religioso, en lo político, firman la sentencia. Luego la ejecutan.
Y hay que volver a nacer para repetir el episodio. Para ello hemos contado con todo el tiempo del mundo.
¿Qué sufre más, la mente o la carne?
La mente es atormentada con la conciencia del delito cometido.
La hacen creer en él, padece, se angustia; a veces acepta ante el natural de todos, y a veces sufre más todavía al rebelarse frente a la vesania enceguecida que clama por el crimen como venganza porque criminal califica el agravio que dice que se le ha cometido.
La mente se inclina hacia su reducto intimísimo de libertad y sufre profundamente ante la sordera y la ceguera de la ira masiva.
Para los inclinados hacia la carne creemos que ésta es la que más sufre.
Porque además de conllevar los efectos de las mismas prohibiciones, su promoción angustiante y represora, soporta directamente, como adversa suma, el dolor de la agresión física, la conflagración en la piel, la hendidura en el cuello, la horadación del proyectil, el filo de la rata en la mazmorra, el escupitajo que quema. Pero la carne sufre desde antes, desde que se convierte en el objeto de la prohibición.
Algo tan vital, tan principal, tan sustancia en la vida humana; se le carga de amarras, de vergüenzas, de cadenas (mentales y reales) porque se le identifica con el diablo, esto en el horno propio de las religiones contemporáneas.
Se le identifica con el diablo quizá porque se piense torcidamente que la libertad de la carne lleva finalmente a la libertad del hombre.
¡Sexo!, grita el diablo.
Y la mayoría somos pobres diablos hipócritas, que queremos… pero nos persignamos para tener las manos ocupadas.
Entonces las cavidades húmedas se clausuran a sí mismas, los volúmenes expandidos se disimulan y a veces hasta se les flagela por el intento de romper los moldes de lo que ya impuso lo sagrado.
Los deseos se domeñan a bozal y rienda firme y crece la palabra pecado como valladar primero, cuyo abatimiento, si lo hay en colmo de desacato, se pagará primero y después con el martirio de la carne y después y primero también con el martirio del alma.
No hay salvación posible, las buenas conciencias, las buenas costumbres, los buenos modales impondrán finalmente la salvación de la carne y la del alma.
¿Así fueron los primeros pasos del puritanismo de aquellos casi legendarios colonizadores de la Nueva Inglaterra?
¿Los primeros pasos del “hombre civilizado” en el norte de nuestro continente?
Hombres de fanatismo bien calzado -de lo que existen fehacientes testimonios- nos hacen pensar en aquellas imágenes que la intolerancia debe haber diseñado para los que no comulgaran con la cerrazón de la alabardada mayoría que imponía sus creencias, y sus leyes morales y sociales a partir de esas creencias.