Libros de ayer y hoy
El juego democrático no es simple, mucho menos sencillo. No basta trasladar las responsabilidades cívicas a las instituciones, a los aparatos o a las herramientas electorales para participar proactivamente en una sociedad democrática. Corremos el riesgo de crear fetichismos democráticos a los que además les exigimos una pulcritud que no pueden garantizar.
Hace un año, en medio de la –esa sí– intensamente democrática pugna por las reformas estructurales al aparato electoral en México, surgieron campañas mediáticas y políticas que explican justo el fenómeno de la fetichización democrática: En la búsqueda por preservar un statu quo, recursos económicos y hasta mantener a personajes específicos en nómina, algunos sectores burocráticos y dirigencias partidistas lanzaron una perniciosa campaña en la que reducían la complejidad democrática al objeto mismo de la credencial de elector.
En eslóganes y discursos, dichas cúpulas aseguraban que preservar todas las condiciones del instituto electoral (incluso las cuestionables) significaba la posibilidad de dotar de una credencial de elector al ciudadano; y que el tener dicha credencial representaba la plenitud democrática para el país. Así, volvieron la ‘credencial de elector’ un fetiche, el cual pretende suplantar las muy diversas vías de participación y responsabilidad ciudadana en una democracia moderna.
Es cierto que uno de los muchos pilares democratizadores de las naciones modernas es el sistema electoral, su aparato formal y operativo, así como los mecanismos existentes para la validación y certificación de los procesos electorales recurrentes; pero no es el único y, como veremos, no puede funcionar con plenitud sin otros pilares indispensables como la transparencia, apertura y rendición de cuentas por parte del gobierno; la robustez, independencia y responsabilidad social de los medios de comunicación; la dinamizadora representación legislativa distrital y sectorial; la capilaridad partidista de grupos y sectores sociales vulnerables o minoritarios; y la libre organización de asociaciones de participación cívica y social.
La democracia más que un fin es un proceso; el cual, para disgusto de los tecnócratas, no se reduce a las leyes ni la operatividad institucionalidad electoral. Es un proceso esencialmente político en el que, sin duda deben garantizarse mínimos estructurales, pero sobre todo, debe jugarse extensamente la participación ciudadana en su pluralidad y en las fuerzas antagónicas que se enfrentan por la definición de las dinámicas sociales y las políticas públicas.
Bajo los planteamientos de la fetichización democrática, las instituciones deben estar absolutamente limitadas a sus marcos legales y a los presupuestos establecidos para su operación de manera inflexible, invariable e inmutable. Pero aquello significa no comprender ni la política ni la esencia que sostiene el ideal democrático; son precisamente las dictaduras o los regímenes autoritarios los que buscan operar bajo una firmeza inamovible, bajo el supuesto de inmutabilidad e invulnerabilidad de la ley así como en la permanencia de un orden precedente absoluto.
Las sociedades democráticas de segunda generación (es decir las que continúan con procesos de democratizadores y que no surgieron como respuesta a regímenes autoritarios) deben –como dice la máxima– remediar los males de la democracia con más democracia; y ello implica la participación del juego democrático con las múltiples voces que la dinamizan.
Es pernicioso hacer propaganda política desde el temor; el miedo es de lo más antidemocrático. Por el contrario, se requiere cierta audacia para que los grupos de la sociedad civil, los partidos políticos y las instancias democráticamente electas participen en el desarrollo democrático, en su evolución.
Las instituciones democráticas no pueden limitarse a estructuras y regulaciones; por el contrario: son condiciones y dinámicas donde se promueven los derechos y se protegen las vulnerabilidades de todos los implicados; son mecanismos que favorecen el acceso a la información; son medios de comunicación más robustos e independientes de fuerzas económicas cuyos intereses están en juego; y son las voces de los pueblos directamente afectados por las decisiones de un gobierno o de un cuerpo legislativo.
México tiene oportunidad de hacer crecer su democracia porque vive en una democracia perfectible; y para ello, se requiere, además de lo anterior, que el voto popular por los representantes se desvincule de las influencias no democráticas como el dinero o la intimidación criminal; se requiere que el cuerpo legislativo responda a las voluntades del pueblo y no sólo de las cúpulas partidistas; se requiere que los procesos legislativos sean más abiertos tanto en su deliberación como en su resolución (porque resultan odiosas y terriblemente antidemocráticas las sesiones a puerta cerrada, de madrugada y donde legisladores votan por cédula para que el pueblo y sus electores no les cuestionen su actuar, como ocurrió en el congreso de Aguascalientes en diciembre pasado).
Y sí, crece la democracia cuando los medios de comunicación se involucran en una correcta diseminación de información sobre los procesos legislativos y políticos, cuando participan solidariamente en la distribución de espacio y visibilidad a condiciones tan desiguales en el debate público; es decir cuando no sólo “dan cabida a todas las voces” sino cuando favorecen la expresión de voces alternativas y minoritarias frente a los discursos patrocinados por grandes grupos de poder político y de capital económico.
Es por ello que las instituciones democráticas no pueden estar “libres de impurezas” ni reducirse a un fetiche que suplante el complejo juego político; porque, al menos en materia política, la mera definición de “lo puro” y lo “inamovible” está más cerca del autoritarismo que de la democracia.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe