Alfa omega/Jorge Herrera Valenzuela
Angustia tecnológica
Una superpotencia pretende colonizar la luna mientras que otra sigue empeñada en desentrañar el secreto de la vida; un científico ex soviético anuncia que ha abierto la puerta para la fabricación de bebés alterados genéticamente; el más reciente recuento pone en 26 mil el número de ojivas nucleares vivas y en la Casa Blanca y en el Kremlin habitan dos pendencieros al alcance del botón rojo. ¿Harían falta más razones para que me angustie por las consecuencias que tendrá el uso de tanta nueva tecnología?
Me preocupa la mentada globalización. ¿Se da usted cuenta de cómo nos han transformado el internet (nótese la irreverencia de escribirlo con minúscula) -tanto el “normal” como el de “las cosas”, whatever that means-, los cientos de canales de televisión “directa al hogar” (¿alguna no lo es?), las computadoras que entran en proceso de obsolescencia apenas las prendemos, la telefonía celular, las decenas, cientos, miles, millones de adminículos que nos tienen enchufados? Recién atestigüé cómo un colega dio un paso más en su evolución a la inversa: dejó de carajear a sus subordinados por celular y ahora lo hace por whatsapp.
Los aficionados al séptimo arte recordarán la escena de Congelados en donde la correteable Nina (Sandra Bullock) convida a John Spartan (Silvester Stalone) a una sesión amorosa. El fortachón se relame los carrillos al verla aparecer en una ajustada bata de seda… y se desinfla cuando la damisela produce dos cascos de videojuegos para un encuentro de sexo virtual. ¡Dios mío! ¿Será que para allá vamos?
Casi en la neurastenia me planteo interrogantes sin fin. ¿La identidad nacional y nuestros valores serán licuados, homogeneizados y condensados? ¿La disolución de las fronteras dará lugar a un mundo en el que no tendrán cabida más que los cibernautas? ¿Se instalará en el Despacho Oval un bluetooth marca make America great again para que Trump controle a López Obrador y a Marcelo Ebrard entre tuit y tuit?
Si en Europa circula una moneda común, ¿será que en América el spanglesh –con una salpimentada de portugués- sea la próxima linguae franca que arroje al castellano al basurero de la historia y que los shopping centers sustituyan a las centrales de abasto?
¡Alto! Paréntesis para un momento de reflexión. Debo darme tiempo para reconsiderar. Es posible que la época tecnológica que me tocó vivir no sea tan negra como la percibo. Es más, quizá algo de Renacimiento tenga –en el sentido que le dieron Vico y Michelet-, y pudiera incluso ser fuente de optimismo más que de desesperanza.
Hay evidencias crecientes de que algunos macabeos se organizan en la defensa de su mundo tal como lo conocieron nuestros padres. Por ejemplo, desde la Alta California mi amigo RB escribe:
“Yo no quiero que se me pueda localizar cuando no quiero ser localizado. El celular es intruso; uno no lo controla, sino al revés: el aparato controla a uno. La computadora, en cambio, la domino yo, siempre consciente de sus vulnerabilidades y de las violaciones personales a que me expone. Me permite realizar trabajos que hace muy pocos años eran impensables; no así el celular, que no me permite hacer absolutamente nada sustancial que, con un mínimo de paciencia, no podía hacer ya perfectamente bien con el viejo aparato de antaño.”
Al otro lado del globo se dio otro caso. Li Datong, editor de un periódico chino, denunció en la página web del diario un plan del PC para retener el salario de reporteros incómodos al sistema. La noticia corrió como reguero de pólvora en mensajes de texto de celular a celular y el alud crítico fue de tal magnitud que las autoridades dieron marcha atrás… sin arrestar a Li Datong. Al dispersar la información, las nuevas tecnologías por lo menos le hacen la vida difícil a los censores en la tierra del llorado camarada Mao.
Entonces quizá habría que comenzar por cuestionar el significado que damos al término nuevas tecnologías. La imprenta de Gutenberg fue una nueva tecnología. Antes de la aparición del tipo móvil, en toda Europa había apenas unos cuantos miles de libros y una gran biblioteca, la del duque o del obispo, podría presumir alrededor de 300 títulos. Pocos podían pagar a un monje copista para que dedicara años de su encierro a pasar letra a letra un texto de los clásicos.
Pero llegó la nueva tecnología y bastaron breves décadas para que el acervo bibliográfico del Viejo Continente creciera a millones de ejemplares y se esparcieran los conocimientos que detonaron una profunda evolución social. El viejo maguncio -ignoro si tuvo conciencia de ello- nos dio la llave que liberó la ciencia del secuestro en la que tenían las clases dominantes y de ahí todo fue como una bola de nieve.
¿Se imagina el lector si don Martín Lutero se hubiera visto en la necesidad de copiar a mano sus Noventa y Cinco Tesis? ¡Las puertas de la parroquia de Todos los Santos en Wittenberg se hubieran apolillado en espera de que el reformador llegase a clavar sus pliegos! Pero tuvo la ayuda de la nueva tecnología y cambió a la sociedad y al mundo, aunque hubiesen de transcurrir 448 años para que un gran concilio de la iglesia católica le diera la razón y aplicara sus reformas.
Lo dijo Víctor Hugo: nada hay más poderoso que una idea cuyo tiempo ha llegado. Y es posible que las nuevas tecnologías de nuestra era estén acelerando los tiempos y los cambios aunque la proximidad no nos permita, todavía, apreciarlos.
Creo que lo que quiero decir es que, como lo quería Santayana, debemos atender a la memoria histórica para enriquecer el presente. Toda nueva tecnología sólo tiene sentido si es puesta al servicio del Hombre y de la Libertad. Así, con mayúsculas.