La nueva naturaleza del episcopado mexicano
Son pasadas las tres de la madrugada y estoy en la acera frente al Kiko’s de la avenida Juárez dentro de una bandada de alumnos de la prepa dos que en zigzagueos y a saltos desde el Zócalo busca cobijo para llegar al amanecer y a la corrida de los camiones “Bellas Artes – CU” que llevan a territorio libre y seguro. El miedo transpira en los rostros. Está Rubí, ojos verdes a medio abrir, y Sergio, el copete inmune a la agitación de la jornada. Hay una chica que se unió al grupo en Santo Domingo. Tiene las manos manchadas de la pintura con que estuvo estampando consignas en las mantas para el mitin de Tlatelolco. No dice su nombre. No es muy alta. Tiene el pelo desordenado y me dirige una sonrisa torcida. Hay un debate sobre si avanzar por Bucareli hacia el mercado y ahí esperar, o caminar por Reforma al parque de La Madre.
De pronto una parvada de jóvenes aparece por Balderas y se desplaza velozmente en dirección a la Alameda con un pelotón que agita fusiles y grita pisándole los talones. Otros soldados llegan desde la Avenida Juárez. Los dos contingentes arrinconan a los jóvenes contra los cristales de la librería Porrúa y las culatas de los mosquetones caen sobre cuerpos que se desmoronan sobre las baldosas. Gritamos, más para aliviar nuestro propio miedo que para detener la golpiza. Varios fotógrafos de prensa se han aproximado y observan la escena impávidos, con las cámaras inertes colgando al cuello. Me acerco y les reclamo que no registren la alevosía, que son parte de la prensa vendida. Alguien me alerta que los militares ahora se dirigen a nuestro grupo. Me alejo a paso veloz y me detengo en la esquina, desde donde observo que el oficial al mando interroga a los fotógrafos. Uno de ellos, alto, tez blanca y pelo gris plateado, traje bien cortado y fuera de lugar en el escenario, me señala y le dice algo al soldado, quien avanza en mi dirección. Corro como nunca en mi vida, como gamo aterrorizado por las balas del cazador, como zorro perseguido por mastines. No vuelvo la mirada. Llego a La Fragua, irrumpo en el Sanborn’s y choco de frente contra dos meseras muy jóvenes. Sin decir palabra me toman de los brazos y me arrastran por la cocina al patio de servicio y me arrojan en un enorme tambo de basura en donde permanezco hasta bien entrada la mañana.
Por la noche me presento en Novedades en donde soy redactor y traductor. Y ahí, frente a la entrada de departamento de fotografía, veo al delator. Me entero que es un fotógrafo free lance apodado “el Che” y que es un argentino insufrible. Me reconoce. Se acerca y quiere explicar que no tuvo opción. Le pregunto que a cuántos otros ha denunciado. Le doy la espalda. No lo vuelvo a ver en mi vida.
Desde entonces pienso que era un espía de la dictadura videlista. Ojalá haya corrido la misma suerte que su compatriota Alfredo Astiz, el torturador de monjas que se rindió sin disparar un tiro frente a los ingleses en Malvinas.
En 1968 viví como incipiente periodista el gran movimiento que sacudió al país aquel año en que vivimos en peligro. De las consignas de esas jornadas hubo una que sobresaltó mi entonces virgen inocencia profesional: “¡prensa vendida!”
No alcanzaba yo a comprender el significado profundo de aquel reproche lanzado una y otra vez por multitudes que rebosaban las avenidas defeñas. Las mantas, los puños en alto y la expresión colectiva de encono me sumían en un estado de confusión. Pero más temprano que tarde abrí los ojos a una dolorosa realidad de nuestra noble profesión: demasiados medios están al servicio del sistema y alejados de la sociedad a la que dicen servir.
Durante años me agobió la sospecha de que entre el diarismo sucio del mundo, el mexicano ocupaba un lugar no menor. Con el tiempo comprobé que en todas partes el llamado “cuarto poder” se engolosina con la misma presteza que el primero, que el segundo y que el tercero.
En un fascinante libro, “The Trust”, se revela que el venerado New York Times mantuvo en reserva la información del Proyecto Manhattan para desarrollar la bomba atómica a cambio de la “exclusiva” después de que el artefacto fuera empleado. También se da noticia de que los editores censuraron notas sobre los campos de concentración nazis pues estaban convencidos de que se trataba de propaganda.
En otro lugar he escrito que en los años de la guerra fría, respetados y respetables editores del primer mundo de la democracia llevaban sus artículos al escritorio del asesor presidencial Schlesinger quien a su vez compartía los más “duros” con el presidente Kennedy para “suavizarlos” antes de su publicación, complicidad que evoca la escena de “El Padrino” en donde el capo Hyman Roth exclama satisfecho: “Por fin… ¡un gobierno amigo con el que se pueden hacer negocios!”
En el curso de una investigación histórica di con el que puede ser el ejemplo señero en esta materia. La confirmación de que en los más albos castillos de la pureza puede haber una cloaca y muchos esqueletos en el ropero. Hablo de The Atlantic Monthly, la gran revista liberal fundada en 1857 por Ralph Waldo Emerson, Henry Wadsworth Longfellow, James Russell Lowell y Oliver Wendell Holmes (¡acervo de pedigrí pocas veces visto!) que a lo largo de su centenaria existencia ha publicado firmas que son las joyas de la corona de la inteligencia, la razón y el conocimiento.
En una antología de la revista se pueden encontrar textos que iluminaron épocas, como la “Carta de la cárcel de Birmingham” de Martin Luther King, Jr., el ensayo “Ventanas rotas” de James Q. Wilson y George L. Kelling, el encuentro de la poesía y la política de Archibald MacLeish o el profético artículo “La raíz de la ira musulmana” de Bernard Lewis, además de letras de Kipling, de Mark Twain, de Tagore y de Frost, entre muchas luminarias.
En junio de 1938, tres meses después de que el gobierno del general Cárdenas expropiara la industria petrolera extranjera, esta casa de la virtud publicó un número extraordinario: “The Atlantic Presents – Trouble Below the Border – Why the Mexican Struggle is Important to You” (The Atlantic presenta – Problemas al sur de la frontera – Por qué la lucha de México es importante para usted) que de acuerdo a personajes de la época, entre ellos el embajador de Estados Unidos en México, Josephus Daniels, y don Jesús Silva Herzog, fue una de las más extremas muestras de la villanía de la prensa a cambio de treinta monedas.
De esto hablaré en la siguiente entrega.