El periodismo de paz en un mundo en llamas
“Una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida”, aseguró sobre ella la inolvidable Marilyn Monroe, durante su visita a México, cuando se conocieron
Para Xóchitl, Lyyn, Nievska, Leslie y Jorge.
Les acompaño en su pena, que la siento también nuestra.
Alberto Carbot
Ya no volveré a escuchar la voz de Nieves Orozco, la modelo que inspiró el óleo más conocido de Diego Rivera “Desnudo con alcatraces”. Ella falleció este sábado a punto de cumplir 99 años el próximo 5 de agosto, en Minneapolis, donde residía desde hace varios años, acompañada únicamente por Xóchitl, su hija menor.
Hacía poco menos de un mes, con motivo del día de las madres, había conversado telefónicamente con ellas.
Habitualmente hablábamos 2 o 3 veces al mes, para abordar y leerle los capítulos del libro que sobre Marilyn Monroe y su visita a México en febrero de 1962, llevo organizando desde ya hace casi una década.
Me impactaba su vitalidad y claridad mental que casi nada disminuyeron al paso de los años. Durante su última visita a la Ciudad de México, acompañada de su hija Xóchitl, le organicé una comida en la Fundación María y Héctor García, servida por Rafael y Marcos Guillén, del restaurante “EL Taquito”, del Centro Histórico. Entre otros lugares, también, acudimos al restaurante Don Asado del Valle, donde fue atendida por Humberto Morales, su propietario.
Todavía se dio tiempo para recorrer conmigo El Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, en San Ángel, diseñado por el arquitecto Juan O’Gorman.
En últimas fechas, bromear telefónicamente con mi nieta Nicole, de apenas 5 años, se había convertido ya en parte del ritual en las conversaciones, en las que también participaba festivamente Xóchilt, quien se integró familiarmente como su tía.
Estoy muy seguro que la inesperada noticia del fallecimiento de Nieves ha de haber impactado el ámbito familiar, especialmente a mis hijas Annick y Andrea, y a Norma Inés, con quienes también Nieves conversaba y se saludaban a través de las plataformas digitales de video o vía Facebook. Ellas, en su momento, se sumaron al recorrido de Nieves y Xóchilt en San Miguel de Allende, para hacer más cálida la visita de la célebre modelo de Diego Rivera a nuestro país.
Yo había viajado hace 7 años hasta la ciudad estadounidense donde Nieves y Xóchitl residían. Me llevaron hasta Nieves las referencias de su trabajo como modelo de Diego Rivera y otros grandes maestros de la pintura para quienes posó, pero especialmente sus remembranzas del viaje de Marilyn Monroe a México, en el cual ella y su esposo, el estadounidense Frederick Vanderbilt Field, a solicitud de Martha Josefy, una amiga neoyorkina, participaron como sus anfitriones y guías, sin siquiera conocerse personalmente.
Con Marilyn visitaron Toluca, Cuernavaca y Taxco, adquirieron los muebles, luminarias, utensilios y cuadros para decorar su casa de Los Angeles, ubicada en el 12305 5th Helena Drive en Brentwood, y fortalecieron una amistad que sólo truncó la muerte de Marilyn 6 meses más tarde, el 5 de agosto de 1962.
Nieves era la pieza faltante en mi investigación, en torno a esa etapa deficientemente documentada del viaje de la diva de Hollywood a México, y también el personaje central, y referente más fidedigno de esos lejanos e inolvidables días, que fueron aderezados con excelente comida típica, generosas margaritas y muchas botellas de Dom Pérignon, el champagne favorito de la estrella.
Esta es una crónica de ese viaje a Minneápolis y de mis conversaciones iniciales en torno a su trabajo como modelo de Diego Rivera, y cercana a Marilyn Monroe y a su asistente Eunice Murray, con quienes la pareja mantuvo un trato cercano, más allá del fallecimiento de la estrella. Inicialmente, este texto formó parte de una amplio reportaje que publiqué en 2014 en Gentesur/La Revista de México, a mi cargo.
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En marcha hacia la zona donde Nieves habita, mi inquietud se acrecenta conforme transcurre el trayecto emprendido desde el portal del afamado The Grand Hotel Kimpton, construido en 1912 como sede de un club deportivo, a unos cuantos pasos de la moderna Capella Tower, en pleno centro de la ciudad.
Enfilamos desde la 615 Second Avenue South, hacia el noreste, para incorporarnos luego a Hennepin Avenue, una larguísima vía, que a nuestras espaldas, por el oriente, atraviesa el Río Missisipi y se extiende hasta el viejo Saint Paul, para confluir en la avenida Larpenteur.
Esta tarde, en ruta hacia mi encuentro con esta legendaria mujer, sobre el gigantesco parque lacustre congelado, puedo observar a un sinnúmero de intrépidos senderistas, enfundados con ropa térmica, tenis o patines, recorrer las márgenes del Lago Calhoun, uno de los más grandes de Minneapolis, de más de dos kilómetros de ancho y 30 metros de profundidad.
En los próximos días, con el sol de por medio, la zona habitualmente fría y seca en esta época del año, dará cabida a otros avezados deportistas que hoy, con suaves y rápidos movimientos, y fosforescentes vestimentas rojas, azules, verdes o amarillas, emergen como pequeños flashes multicolores sobre la nieve.
Aunque desde México había hecho de su conocimiento el día de mi llegada, me ha sido difícil localizarla todavía, porque ella todavía no se halla en casa y tampoco es afecta a los modernos artilugios de la telefonía celular. Personalmente detesto el mal hábito de las visitas sin previo anuncio, y lamento por ello hacerme presente en tales circunstancias en el vestíbulo del edificio donde reside.
Sin embargo, mi intranquilidad se desvanece al escuchar su voz, que en inglés, a través del interfono colocado en el recibidor, nos invita a esperar la llegada de su hija Xóchitl, quien nos franqueará la entrada hasta el elevador y nos conducirá gentilmente hasta ella.
El departamento en el que vive desde hace poco más de 30 años —y que a la muerte de su esposo, el 1 de febrero del 2000, habita en compañía de su hija—, se ubica en un barrio de clase media alta, relativamente cercano al Calhoun Yatch Club.
El ocaso se adueña del horizonte y de todo a su alrededor. Empero, por entre los fornidos árboles de la planicie, desde la terraza del inmueble se pueden apreciar embarcaciones de todo tipo sobre el lago, aunque predominan los pequeños veleros y decenas de naves de pesca recreativa, a pesar de que las especies capturadas sean de consumo restringido, debido a las estrictas advertencias que las autoridades sanitarias de ese país han hecho para moderar la ingesta de carpas y lucios, variedades que pueden estar contaminadas con micro dosis de mercurio.
Una vez transcurrida la impresión del encuentro inicial, se hacen evidentes su natural sencillez y la reconfortante afabilidad de Xóchitl, “la más pequeña de mis tres niñas que tuve con Federico” —me dice castellanizando el nombre de su ilustre marido.
Aunque la brecha generacional es evidente, la mención de los nombres de amigos, conocidos, y personajes afines a las artes plásticas, al cine o al quehacer periodístico, posibilitan mayor confianza.
Será el inicio de una cálida y transparente amistad que se afianzará luego en territorio mexicano, siete meses después, a finales de octubre de 2014, en un ambiente familiar y más distendido.
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Nieves usa maquillaje discreto. Lo justo, apenas para desvanecer los ligeros pliegues que surcan su bien conservada tez y delinear el contorno de sus expresivos ojos. Habla en tono bajito, como entre susurros, pero es precisa en sus comentarios y vivencias. No deja de asombrarme. Su estado físico y mental son realmente admirables.
Sin proponérselo, me lo reafirmará ella misma —primero en Minneapolis, al paso de los días, a lo largo de las inolvidables sesiones de entrevistas y la evocación de circunstancias, hechos y personas en torno al binomio Diego-Marilyn—, y luego en otras charlas informales en la ciudad de México, durante el corto sejour realizado en noviembre de 2014, en compañía de Xóchitl, que le permitiría también convivir con sus hijas Lynn y Nievska, y conocer a su bisnieta Paula Violeta Mandujano Huerta, la más reciente integrante de una familia conformada hasta ese entonces, por 6 hijos, 18 nietos y 13 bisnietos.
De su primer matrimonio, en febrero de 1944, con el inglés Jim Tillett, nacieron Lynn, Leslie y Jorge; de su segunda unión, con Frederick Vanderbilt Field, efectuada el 9 de abril de 1958: Nievska, Federica y Xóchitl.
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Ataviada habitualmente con sombrero de lana, pañoleta, blusas o vestidos con motivos indígenas, elegantes anillos, pulseras y aretes de claros matices mexicanos, en los cuales predominan la plata, los metales dorados y el ámbar chiapaneco —una refinada costumbre desde los tiempos en que modelaba no sólo para los grandes pintores de la época, sino para su primer marido, un exitoso diseñador de textiles—, la célebre musa me comentó desde entonces que le mortifica no poder desplazarse como antaño, y para ello ya solía apoyarse con un discreto bastón de madera.
—Con el tiempo, por las pesadas jornadas en el ballet clásico y moderno que inicié en la Academia de la Danza de Bellas Artes, mis rodillas se hicieron polvo; están destrozadas. La vida te pasa su factura y ya el próximo 5 de agosto cumpliré 92 años —decía sin amarguras y sin la menor intención de ocultar su edad, esa tarde de marzo de 2014.
“Poco a poco me he quedado sin amigos. Ya casi todos ya se han muerto; muchos me han dejado, se me han adelantado en el camino”, refería.
La más reciente sería la actriz Columba Domínguez, su compañera por varias décadas. No imaginaba entonces que pocos meses después de nuestro encuentro en Minneapolis —y luego de que en forma personal, a través mío le hiciera llegar un sencillo presente a la pareja de Emilio El Indio Fernández—, yo mismo sería el encargado de transmitirle vía telefónica esa triste noticia.
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Septiembre de 1936. De pie, recargado con las dos manos sobre el barandal de madera, desde donde domina su amplio estudio de corte funcionalista situado en San Ángel, al sur de la ciudad de México, Diego Rivera contempla el arribo de tres mujeres, de entre las cuales destaca una guapa adolescente, de expresivos ojos cafés, agradable sonrisa y brillante cabellera negra recogida hacia atrás, que difícilmente puede disimular su nerviosismo, por encontrarse frente al destacado e imponente artista mexicano.
El inmueble que el pintor ocupa desde hace apenas dos años en compañía de su esposa Frida Kalho, es obra del innovador arquitecto mexicano Juan O’Gorman, y fue elaborado con hormigón y asbesto; su construcción dio inicio en 1931.
Nieves Orozco Soberanes apenas acaba de cumplir 14 años, pero la jovencita hidalguense ya ha incursionado en el ballet –de la mano de sus maestras Nellie y Gloria Campobello, quienes la acompañan en esta importante cita—, y también en la difícil profesión de modelo, a la cual se ha aferrado ante la cruel expectativa que ella ha tenido que sortear para sobrevivir y hacerse de un nombre en la capital del país.
A pesar de ello, logra ocultar la agitación que la embarga al hallarse ante el descomunal y polémico pintor, que desde el primer minuto demuestra su interés por integrarla a su selecto grupo de modelos, que ella acepta con franca humildad.
Nieves respira aliviada. Es un doble triunfo, un paso que le abrirá también otras puertas, pues también desea estudiar ballet en Bellas Artes y conoce la gran influencia del artista en los altos niveles de la cultura mexicana. Siente que empieza a volar y con suerte puede llegar a tocar el cielo.
Para ella, la vida ha sido una sucesión de vicisitudes que le han tocado afrontar, desde la repentina muerte de Petra Soberanes, su madre. La difícil situación familiar por la que atraviesan Alfonso, Isabel, Enriqueta y Susana, sus cuatro hermanos, y su padre Aniceto Orozco, la llevaron a dejar atrás su natal Villa de Tezontepec y radicar intermitentemente, desde los 10 años, en una zona populosa en el centro de la capital mexicana, al lado de su tío Francisco Orozco y su esposa Juanita, quienes poseen un taller mecánico en la zona de La Ciudadela.
Ahí, para ganarse la comida y tener oportunidad de asistir a la escuela —no exenta de frecuentes castigos corporales—, desempeña duros trabajos, generalmente como niñera, cocinera y sirvienta, aunque sus tareas también incluyen el lavado de los pisos manchados con grasa y aceite automotriz, que ella debe dejar impecables. Nieves recuerda:
—Conocí entonces a Margarita, amiga de uno de mis primos; una chica muy simpática, de tez blanquísima y grandes ojos azules y dormilones, uno o dos años mayor que yo, quien me convenció de buscar otras perspectivas de trabajo. No seas zonza —me decía—, puedes trabajar como modelo en la escuela de arte del exconvento de La Merced, en el centro y con lo que pagan por estar unas horas posando para los estudiantes de pintura o escultura, puedes vivir —insistía—. Lo pensé y acepté irme con ella, que ya había incursionado en el modelaje. Mientras conseguía trabajo, en lo que después se conoció como la Escuela Nacional de Pintura y Escultura La Esmeralda, viví improvisadamente en un minúsculo espacio, debajo de las escaleras de un edificio en las calles de Isabel la Católica.
Generalmente dormía aterrada, porque tendría que desnudarme ante los alumnos, pero después fui perdiendo el miedo. No había con notaciones sexuales por parte de los muchachos, porque eran muy respetuosos y nuestras relaciones no pasaban de tomar un café o una escapada al cine; sin embargo, para mucha gente, quienes modelábamos éramos unas perversas y a veces se referían despectivamente sobre nosotras con una serie de calificativos desagradables. Lo cierto es que esos comentarios no me molestaban; más bien me aterraba la posibilidad de que mi padre, un hombre recio, de bigote y tez morena, supiera en lo que yo trabajaba; ya me había puesto unas buenas friegas y no estaba segura de cómo reaccionaría.
Nieves hace una pausa para revelar, no sin cierta emoción, más de 70 años después, que finalmente su padre tuvo conocimiento de su trabajo como modelo, luego que una revista publicó un reportaje del estudio del pintor y director de danza en bellas Artes, Manuel Rodríguez Lozano, quien encabezaría después la Escuela Nacional de las Artes en la UNAM.
“En las fotos, cien por ciento artísticas, yo aparecía desnuda mientras posaba para Rodríguez Lozano y esa publicación llegó hasta las manos de mi familia. Mi padre me amenazó con que yo no me atreviese a poner un pie en la casa y mis hermanos y tíos dejaron de hablarme durante muchísimos años. Sólo mantuve contacto con mi prima Hortensia, ya fallecida, hija de mi tío Francisco, a quien no le importó desafiar las intimidaciones. Pero, como todo en la vida, al paso del tiempo las cosas volvieron a la normalidad e incluso mi padre, arrepentido y conciliador me pidió que fuese a visitarlo”.
–Así lo hice. No soy mujer que guarde resabios –exclama Nieves en tono sereno.
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A pesar que algunas de sus obras de caballete han sido subastadas por Christie’s en más de 2.7 millones de dólares, como fue el caso de Vendedora de Flores (1949), la pintura de Diego Rivera Desnudo con alcatraces es ya el emblema indisoluble que lo identifica mundialmente.
Sin proponérselo, el famoso óleo de 157 por 124 centímetros, realizado a finales de 1944, sobre madera contrachapada, ha sido reproducido al infinito sobre todo tipo de materiales.
Las copias lo mismo pueden hallarse en mercados populares, que en lujosos establecimientos comerciales.
La imagen también ha sido impresa en timbres y monedas de plata, emitidas oficialmente por el gobierno mexicano para honrar el trabajo del pintor guanajuatense. Incluso, el viejo billete de 500 pesos, aún en circulación, tiene en una de sus caras, la imagen de Nieves, como la pintó Rivera.
El cuadro perteneció originalmente al arquitecto Luis Barragán y hoy forma parte de la colección particular de una familia que habita en San Ángel, en la ciudad de México, que incluso construyó un muro especial para colocar el insigne lienzo.
Nieves, en la sala de su casa en Minneapolis, comparte los pormenores de cómo se gestó la pintura. De antemano, el tono de su voz delata la satisfacción de haber sido la mujer que, a los 22 años, inspiró ese trabajo representativo y tan conocido.
—Me siento muy orgullosa de haber sido la modelo de Diego, aunque hay otras pinturas que también me gustan mucho, como una en la cual me pintó de frente, peinándome, que no sé dónde quedó finalmente.
—¿A qué atribuye que Desnudo con alcatraces sea de las más conocidas? ¿Cuál es la magia que subyace detrás de ese trabajo realizado en el estudio de San Ángel, que usted vio como una extensión de su propia casa?
—Pudiera ser que su magia, el secreto, radique en que la pintura fue hecha en una etapa en la que Frida y Diego seguramente se hallaban distanciados, y él puso mayor dedicación a ese trabajo que retrasó durante muchos meses y siempre soñaba en realizar. Pasó mucho tiempo y cuando por fin se decidió, yo ya me hallaba embarazada de Lynn, mi primera hija.
Cuando ese mismo año me casé con Jim Tillett, se lo comenté a Diego y él se enojó. Me dijo que para qué lo hacía, que luego me iba a embarazar y me estropearía el cuerpo. Lo mismo me comentaron Miguel Covarrubias y Armando Quezada. Me decían: no vayas a embarazarte tan pronto, porque vas a echar a perder tu anatomía.
Y yo les respondía: Eso no va a pasar, hay muchas modelos que han tenido hijos y mantienen su cuerpo igual. De cualquier manera, embarazada y todo, así me pintó Diego, porque realmente no se me notaba.
Y para demostrarlo, entonces Nieves me extiende una de las imágenes que me obsequia y formaban parte de su archivo personal, que fueron realizadas durante el proceso en que se pintó el famoso cuadro.
—Aún cuando usted aparece de perfil en las fotografías que detallan el proceso pictórico de esa obra, nadie se hubiese imaginado que en ese momento la modelo haya estado embarazada.
—Sí, y también durante la filmación de la película María Candelaria del Indio Fernández. En ese filme trabajé con el atento y simpático Pedro Armendáriz y mi amiga Dolores del Río, interpretando un pequeño papel curiosamente como la modelo que se ofrece a posar desnuda en vez de María Candelaria, cuando el pintor se lo pide y ella sale huyendo del estudio.
—¿Cuánto tiempo posó para el cuadro de Diego Rivera?
—Realmente no recuerdo con exactitud, pero fueron varias sesiones, mañana y tarde; más de un mes, quizá dos, en medio de un frío tremendo. Él había colocado algunos braceros de barro, lo mismo que un pequeño radiador en el estudio, pero no sirvieron gran cosa. Los que nunca faltaron fueron los alcatraces; él siempre tenía flores, canastos y un petate. Como yo estaba ya embarazada y no se lo había dicho a Diego, me preguntaba desde cuándo se podía haber hecho el cuadro. En esa época yo ya vivía en Cuernavaca y él iba por mí y me llevaba de regreso, o a veces lo hacía Sixto Navarro, El General Trastornos, su chofer, hombre de confianza y guardaespaldas.
Cuando trabajábamos juntos, casi siempre comíamos en el estudio y Frida le enviaba la comida desde su casa en Coyoacán, aunque ella no cocinaba —como muchos dicen—, porque tenía una cocinera muy buena, que ya sabía lo que le gustaba a Diego.
—Su esposo Frederick Vanderbilt, en el libro From Right to Left, De derecha a izquierda, su autobiografía, se refiere de manera coloquial al interés que Diego Rivera mantuvo por usted desde el momento mismo en que la conoció; da a entender que finalmente él tuvo la fortuna de ganar su corazón. ¿Realmente él estuvo enamorado de usted?
—Pues eso es lo que me dicen y yo creo que por eso Frida estuvo un poco molesta conmigo. Luego que me divorcié de Jim, salíamos a cenar e íbamos mucho a los conciertos del maestro Carlos Chávez y Diego me iba a dejar a casa; en fin, me cortejaba, como también me procuraban otros amigos del grupo como Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, un hombre muy atento, quien me llamaba para invitarme a comer o a cenar; me hablaba frecuentemente para ver cómo estaba y así íbamos juntos al teatro o la ópera en Bellas Artes.
Cuando Frida y Diego se separaron, él solía realizar viajes en grupo para visitar lugares como Monterrey o Torreón. En Janitzio y Pátzcuaro, siempre me quedaba en el hotel con las otras amigas con las que viajábamos, como por ejemplo María de Mondragón.
Cuando él volvió con Frida, el escritor Luis Spota —quien a veces se reunía con nosotros en un departamento situado atrás de Catedral, en el que nos dábamos cita amigos políticos, como Adolfo López Mateos y varios periodistas y artistas de la Academia de San Carlos, entre ellos El Tata Goitia—, aprovechó el relato de una anécdota de viaje, para dejar entrever en un artículo malicioso que Diego era muy atento conmigo, porque seguramente manteníamos relaciones amorosas.
Dijo que nos veíamos en Cuernavaca y una serie de cosas que hicieron que me molestara con él. Luego, cuando se lo reclamé escribió que yo era una pretenciosa y entonces mis amigos me aconsejaron que ya no lo hiciera, porque él tenía la ventaja de una tribuna periodística y yo saldría siempre perdiendo. Por eso, cuando nos encontrábamos, ya ni nos saludábamos y dejamos de hablarnos para siempre, porque sus comentarios fueron malinterpretados por Frida.
A raíz de eso, en una ocasión —cuando ella ya estaba enferma, y mientras comíamos en su casa, en tanto me preparaba para posar con Diego—, platicamos brevemente y Frida un tanto seria, me pidió que por favor dejara de frecuentarla y de preferencia, que le hablara lo menos posible “porque —me dijo entonces—, se han hecho muchos chismes por tu trabajo y tu estrecha amistad con Diego”.
Las murmuraciones prevenían de algunos de sus colaboradores malintencionados que deseaban quedar bien con ella, advirtiéndola del supuesto romance conmigo. Así que yo dejé de verla durante varios meses. Luego, ella entendió muchas cosas, y a través de varios amigos comunes me pidió que por favor la fuese a visitar. Así lo hice; me ofreció disculpas, traté de corresponder a esa cordialidad y al parecer ahí quedó todo, porque no volvimos a tocar el tema, pero ya no pude verla como antes, a pesar que nos reunimos en otras ocasiones.
“No hace falta decir que Diego era un hombre extraordinario, tenía una talla, humanidad y talento enormes”, explica Frederick Vanderbilt Field, en su libro autobiográfico.
“Lo conocí brevemente antes de conocer a Nieves… Luego de casarme con ella en abril de 1958, volví a verlo algunas otras veces. Las circunstancias fueron lo suficientemente favorables para mí, como para entenderlo mejor como persona y así entenderlo mejor como artista. Su grandeza siempre fue evidente, sus exageraciones, que a veces eran mentiras descaradas eran de la misma escala que sus murales, sus historias y opiniones, sus hábitos al beber y comer eran exagerados. Nieves me contó que él y sus amigos, muchas veces incluyéndola, se subían a un viejo coche y partían hacia algún destino desconocido, para hallar piezas arqueológicas. Casi siempre, al llegar a algún lugar, un campesino los invitaba a su humilde casa y les ofrecía pulque y cualquier alimento que la familia tuviera. Diego aceptaba todo lo que fuera en forma de comida o bebida, cuando llegaban más personas del lugar, Diego reía y hablaba contándoles sus muchas historias y horas más tarde, el grupo se levantaba, regresaba al coche y continuaba la travesía…
“Creo que es acertado decir que en aquellas ocasiones en las que vi a Diego y Nieves juntos, me sentí de cierta forma algo superior. Había enamorado y ganado a Nieves, mientras que Rivera lo había intentado y perdido. Gracias a Dios nunca me di cuenta, en el momento del cortejo, de mi posición en la competencia, sino que lo supe hasta después. La campaña de Diego había comenzado cuando Nieves tenía 17 años; después ella se había casado con Jim Tillett y luego de que el matrimonio fracasara, Diego lo volvió a intentar. Volvió a encontrarse soltero poco después de que yo llegara a México y fue entonces cuando comenzó su tercer y último intento de conquistar a su modelo favorita, lo cual fue frustrado por mí.
“No fueron sólo Diego Rivera y Fred Field quienes estimaban a Nieves. Ese sentimiento lo compartió una admiradora inesperada. Años después, un día, caminando por una de las empinadas callejuelas de Taxco, junto a Marilyn Monroe, ella se volvió hacia mí y me dijo: Fred, Tú sabes que yo no soy muy famosa por mis relaciones con las mujeres, pero quiero decirte que Nieves es una de las más hermosas que he visto en mi vida” –dijo Frederick Vanderbilt Field.
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Ocho meses después de nuestro primer encuentro en Minneapolis, esta vez a bordo del autobús que a través de la autopista México-Querétaro se dirige a San Miguel de Allende —donde ella y Xóchitl pasarán algunos días en casa de Lynn Tillett, la hija mayor de la célebre modelo—, le pregunto:
—Nieves, ¿cómo era realmente Diego en su trato personal? ¿Cómo se comportaba de forma cotidiana?
—Era muy sencillo, así como tú —responde divertida, mientras le agradezco el imprevisto cumplido, que me ruboriza—. Diego era muy franco, muy natural; siempre me recibía con un beso en la mano, pero eso sí, todo el tiempo nos hablamos de “usted”. Era también un hombre incansable; había ocasiones en que yo estaba muy fatigada por la pose, pero si él estaba cansado, ni se le notaba; seguía pintando, siempre de pie con la paleta en la mano, muy concentrado detallando el lienzo, aun cuando yo le pedía permiso para moverme unos minutos.
— ¿Fumaba?
—No.
—¿Bebía?
—Cuando salíamos juntos a algún restaurante casi no, pero en algunas fiestas en la cuales él se sentía realmente a gusto, se echaba sus tequilas y se la pasaba baila y baila sin cansarse. Algunas veces yo me iba y él seguía danzando, hasta bien entrada la madrugada y luego le decía a El General que ya había tenido suficiente y entonces le pedía que lo llevara a su casa.
—Desde el punto de vista romántico, ¿cómo era Diego para cortejar a las mujeres? Pese a que no era un hombre agraciado, siempre fueron muy comentadas sus aventuras románticas, aunque sinceramente no me lo imagino en plan de conquistador…
—Él era como un muchachito, muy cariñoso, así nomás. Yo lo quería mucho porque siempre me decía: Nieves, usted es una mujer muy bella e irresistible. Pero me lo decía como cantando; lo canturreaba sonriente, coqueto, como un muchachito, un teenager, un adolescente.
—¿Se imagina qué hubiera sido de su vida casada con él? —vuelvo a preguntarle. Responde francamente divertida:
—La verdad, no me imagino con mis tres chamacos y casada con él. A mi hija Lynn Diego no le gustaba, porque decía que su tamaño o su aspecto, le daba miedo. Es curioso, lo mismo le ocurría con Frida, quizá por el aparatoso corsé que ella utilizaba. Cuando se la acercaba a la cama y ella extendía su brazos para abrazarla, Lynn se hacía inmediatamente hacia atrás y buscaba refugio conmigo.
—Acércate, salúdala, dale un beso —le decía yo apenada—. No, me asusta, respondía nuevamente la niña. Frida solamente reía por su ocurrencia. Antes que muriera, fuimos varias veces a su casa, a merendar unas enchiladitas que mucho le gustaban a su marido.
Cuando ella falleció, surgió formalmente Emma Hurtado, la galerista de Diego, quien toda su vida se la pasó persiguiéndolo, no sé si por interés o porque realmente lo quería, aunque supongo que fue más por lo primero.
Él le prestaba muchos cuadros y al final ella se quedó con parte muy importante de su obra, sobre todo de las pinturas que hizo en Rusia. Debo reconocer que tampoco yo formaba parte de sus afectos, y por eso, al enterarme que Diego estaba en cama, gravemente afectado por el cáncer, muchas veces quise pasar a verlo al estudio, pero como Emma todo el tiempo andaba por allí, como la dueña de todo, ni insistí.
Alguna vez, cuando conversamos de ese detalle con Lupe Marín, ella me preguntó por qué no había ido a visitarlo. Yo le respondí que desafortunadamente no acudía, porque ahí siempre estaba esa señora y quería evitarme la humillación de una descortesía. Podrías haber entrado a verlo sin problemas; a Emma ni le hubiera importado. A ella sólo le interesan sus cuadros –me dijo.
Sixto Navarro, El General, me confió que Diego siempre preguntaba por mí.
—Dile a Nieves que si ya no me quiere, porque ya no viene a verme, le decía. Y es obvio que no era así; claro que lo quería muchísimo. Era un gran artista, un gran pintor y un gran orador también. Pero ya no pude verlo en vida, solamente lo vi después, en su féretro y para mí fue una impresión terrible. Imagínate entonces si no me hubiese gustado poder despedirme de él.
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A escasos minutos de abordar el avión que las llevarán de nuevo hasta Minneapolis —una ruta casi similar al de la mariposa Monarca, que desde los montes de México emprende su viaje regreso hasta los bosques de la lejana región estadounidense en la que Nieves Orozco y sus hijas Xóchitl y Federica –fallecida pocos años después, habitan desde hace más de tres decenios—, su lozanía y agilidad mental para relatar con voz autorizada los detalles de una dilatada convivencia con los grandes personajes del mundo cultural de México, no dejan de sorprenderme.
Comparto esta reflexión en la cafetería del aeropuerto, con la afable comunicadora Maclovia García Conde, consuegra de Nieves y una de sus mejores amigas.
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Nieves estaba consciente que a pesar de los pequeños o grandes sinsabores, había sido una mujer afortunada, y su existencia también había valido la pena.
—Claro que he vivido una vida hermosa. Mira que lo dice alguien, una niña humilde que hace muchos años llegó de un pueblito hidalguense y después de mucho batallar logró conseguir sus metas. Y todo ha sido como un sueño; desde muy pequeña yo siempre soñaba con volar muy lejos, pero siempre me atemorizaba cómo bajaría, cómo iba a aterrizar luego y entonces me despertaba angustiada.
“Aún hoy sigo soñando que emprendo el vuelo, que surco los aires, pero ya no me preocupo donde bajaré; ya no tengo miedo” —me dijo la mujer que por mérito propios y el talento de Diego Rivera, pudo transcender hacia la inmortalidad, donde a partir de hoy morará para siempre.