Libros de ayer y hoy
Mencionar el regreso de los trenes trae a la memoria una y mil anécdotas, fotografías, sabores, olores, experiencias. Está en la mesa muy puesto el transpeninsular, las gráficas que se muestran dan fe de una línea aerodinámica, moderna. Se hace referencia a la velocidad, a como se acortarán los tiempos y se informa que lo mismo estará acondicionado para turistear que para carga o todo tipo de pasajeros. Sin duda, que las ventajas habrán de ser muchas para muchos, pocas o nefastas para otros.
Se evocan las máquinas de vapor que ilustran las páginas revolucionarias. Esos trenes que transportaban mercancías de todo tipo, pasajeros, animales, fusiles, metralletas y hasta cañones. El siguiente paso en este transporte no habló de gran modernización, básicamente siguió siendo el mismo. Los vagones cambiaron pero no radicalmente ya que seguían siendo cajones en donde igual se escuchaba el mugir de algunos cuadrúpedos, que el piar o el cacaraqueo de gallinas y pollos.
Aunque ya en los pasajeros había pullman, de primera, de segunda y hasta tercera clase. El pullman era el más caro y las literas que servían de dormitorio reducidísimas en espacio y no siempre olían bien. Solo que se viajaba con privacidad y hasta para checar el boleto el empleado de los ferrocarriles empleaba otros tonos y se convertía en un sujeto amable, situación ésta que no se daba igual cuando se trataba de recorrer el carro de tercera clase en donde viajaban las señoras adormiladas con un montón de chiquillos en el regazo y el huacal con comida al lado.
En segunda y tercera clase los asientos eran de vil madera, nada de forro por lo que la espina se clavaba duramente, dolía y cuando llegaba la gente a su destino al momento de levantarse se escuchaba un fuerte quejido acompañado casi siempre de un estirón brutal. Los de primer clase iban muy cómodos, ahí no se permitía que se viajara con algo más que el equipaje de mano, nada de huacales ni de animales ni de niños que no ocuparan un asiento. Los trenes tenían magia, eran reveladores de la sociedad de esos tiempos, de su composición y de su condición.
Pero también permitían conocer palmo a palmo el territorio nacional. Partiendo de la capital de la República, en cada parada había vendedores que lo mismo ofrecían tacos de carnitas allá por Querétaro, que las cajetas de Celaya en Guanajuato, las nieves en Michoacán, las corundas de Morelia, tortillas de maíz cerca de Morelos y cruzando el Estado de México, poco se sabía de los gusanos de maguey y de los escamoles pero a cambio se daban chinicuiles y ni que decir de los grillos en Oaxaca con sus tlayudas con grasita.
También se escuchaban los tonos, los que cantaban, los arrastrados, los fuertes, los de acento muy gutural, los gritones del Norte y sus tacos de tiras de asado, de carne fresca o el chito de Puebla que expedían junto con las semas con queso blanco, del salado y sus chiles en chipotle. Es en esos trenes en donde se sabía del gran mosaico que significaba nuestro país, sus costumbres, su gente, su comida, su pueblo. La religión, eminentemente católica y de ahí que también se subieran a los trenes los curas y las monjas y mostrarán sus duras caras solicitando apoyo económico con un dejo de reproche por andar viajando mientras ellos veían que hacer por los demás. O por lo menos eso decían.
Y si en esas andamos también los olores tenían su encanto. Claro que no tanto el que se respiraba en los últimos vagones o en aquellos en donde ya quedaba muy cerca el destinado a la transportación de animales, pero había también sus diferencias entre los del Pullman y los de primera y segunda. Unos se notaba que se bañaban, se perfumaban, paseaban en el tren, lo disfrutaban. Para otros era un medio de transporte, uno que los llevaba, incluso, lejos de sus familias y por lo tanto al olor se le agregaba esa descarga de adrenalina que suelta el cuerpo cuando sabe que se enfrentará a lo desconocido.
Hicieron la prueba de contar con trenes turísticos. Uno de ellos fue el michoacano y hasta ahí llegaron. Vino después una venta que no sabemos finalmente en que ha quedado, ni quienes son los dueños de los trenes si es que todavía quedan algunos. Ese medio quedó borrado, eliminado, con todo y que en el mundo entero es privilegio tenerlos por lo barata que resulta la transportación de mercancías. Nuestro país que ha tenido todo para explotarlos a cabalidad les cerró las puertas, apagó las máquinas de vapor, calló el silbido y levantó las vías.
Se ven ahora las líneas aerodinámicas, se sabe de la modernidad pero ¿con esa velocidad habrán de nuevo experiencias para contarse? ¿Vamos a subirnos a un tren para ver pasar el paisaje rápidamente, velozmente, sin poder acariciar el viento, sin conocer los sabores, ni tener presentes los olores, sin escuchar el tono de voz de nuestros paisanos, sin esa carga de grandes y enriquecedoras experiencias? Supongo que algún atractivo habrán de tener en su paso. Lo supongo pero no lo creo porque hoy parece que la prisa por llegar a ningún lado nos arrastra. ¿Habrá primera, segunda, tercera?
Ojalá la persecución por la modernidad y la tecnología no nos lleve a olvidar lo bello que es vivir y saborear cada instante. ¿O no?
QMX/la