De norte a sur/Abigail A. Correa Cisneros
¿Es realmente soberano un país cuyos ciudadanos tienen que ajustar su vida al control de criminales y cuyo Estado no garantiza la paz social en amplias regiones? ¿De qué sirve un concepto de soberanía que, en vez de proteger, condena a sus ciudadanos a vivir bajo el yugo de la delincuencia?
Una lectora muy inteligente, luego de analizar el texto que recientemente escribí sobre la masacre en Querétaro y la subyacente “violación a la soberanía” que esgrimen los “defensores” de la patria —ante el amago de Donald Trump por la probable declaratoria de “narcoterrorismo” sobre los grupos del crimen organizado en México, que le permitiría incursionar con tropas en territorio mexicano—, me escribió, implacable: “¿para qué sirve la soberanía, si estamos perdiendo la libertad y la vida a manos de los criminales?”
“La soberanía ya no tiene valor porque el Estado fue suplido por el crimen organizado. Y si el Estado no puede proteger a su gente, ¿qué sentido tiene entonces hablar de soberanía y enrollarse en la bandera como niños héroes” —me expuso. Y supongo que le asiste toda la razón.
En México, la palabra «soberanía» se emplea como escudo ante cualquier intervención o crítica externa. Se nos repite, con insistencia, que la soberanía es inviolable, un pilar que mantiene al país independiente y fuerte. Sin embargo, al mismo tiempo, enfrentamos una realidad en la que el crimen organizado ha capturado buena parte de esa soberanía, sometiendo a la ciudadanía a una constante amenaza que se manifiesta en cada rincón del país.
Hablar de soberanía implica que el Estado tiene el poder de gobernar y proteger a su gente dentro de sus fronteras. Sin embargo, ¿de qué sirve esa autonomía en teoría, si en la práctica no hay control sobre vastos territorios dominados por el crimen organizado? En ciudades y pueblos de México, la vida diaria de las personas está marcada por el miedo, con la libertad de movimiento restringida por zonas donde la autoridad estatal no tiene cabida o simplemente no se atreve a ingresar.
Es fundamental recordar que el Estado no surgió para gestionar escuelas, firmar acuerdos comerciales, promover derechos humanos o proveer servicios de salud y vivienda. Su razón de ser, desde sus orígenes, fue la de asegurar la protección de sus ciudadanos, su primera y más esencial responsabilidad.
Todas las otras funciones se añadieron con el tiempo, conforme la “civilización” avanzaba y los gobiernos asumían un rol cada vez más amplio. Pero, repito, su propósito fundamental, desde sus primeros días, fue garantizar la seguridad de sus ciudadanos, protegiéndolos ante amenazas tanto internas como externas.
En el México actual, esa función primordial parece haberse debilitado peligrosamente. Mientras el crimen organizado gana terreno, el Estado se muestra incapaz de cumplir con su misión esencial de proteger la vida y libertad de su gente. Así, la soberanía pierde significado cuando el Estado abandona su responsabilidad más básica.
Sin seguridad, todo lo demás —educación, salud, vivienda y desarrollo— se vuelve una aspiración frágil, sostenida en un terreno incierto, donde predomina el miedo y la vulnerabilidad.
El valor de la soberanía radica en la capacidad de un Estado para proteger los derechos y la seguridad de su gente. Pero, cuando la libertad y la vida de los ciudadanos están en riesgo constante, esa soberanía se convierte en un término vacío, en una fachada que oculta la incapacidad o la falta de voluntad de actuar.
Cada día, en México, vemos que las vidas de hombres, mujeres y jóvenes quedan expuestas, no a un enemigo extranjero, sino a grupos internos que actúan con total impunidad.
Mientras las autoridades repiten discursos de respeto a la soberanía, el ciudadano común pierde su libertad en formas sutiles pero dolorosas. No puede desplazarse sin miedo, no puede hablar sin precaución y, en muchos casos, no puede siquiera vivir sin una continua sensación de vulnerabilidad. La soberanía, así, pierde sentido si no se traduce en una vida digna y en la protección efectiva de los derechos fundamentales.
México vive una paradoja brutal: en nombre de la soberanía, se cierran puertas a la intervención o el apoyo internacional, pero en la vida cotidiana, esa misma soberanía no garantiza a sus habitantes un entorno seguro y libre. ¿Es realmente soberano un país cuyos ciudadanos tienen que ajustar su vida al control de criminales y cuyo Estado no garantiza la paz social en amplias regiones?
La frase “¿para qué sirve la soberanía, si estamos perdiendo la libertad y la vida a manos de los criminales?” nos invita a reflexionar sobre el propósito real de este concepto en un México donde el crimen organizado parece tener la última palabra. La soberanía, en este contexto, se convierte en una construcción frágil y desgastada, que no responde a las necesidades reales de una población asediada.
La cuestión de la soberanía se vuelve aún más paradójica cuando miramos la situación internacional. Países como Estados Unidos han mostrado interés en intervenir militarmente para enfrentar el crimen en México. La idea de esta intervención es naturalmente rechazada por razones históricas y de orgullo nacional.
Sin embargo, la pregunta persiste: ¿acaso no es peor vivir bajo el dominio de criminales nacionales que bajo la amenaza de una intervención externa que pudiera, al menos en teoría, restablecer el orden?
A los “próceres” de la patria les debe quedar perfectamente claro que no se trata de promover la intervención de otros países.
No se equivoquen, ni se rasguen las vestiduras y mucho menos intenten envolverse en el lábaro patrio o llevar a los tribunales, a la cárcel o conducir hasta el patíbulo, a quienes, como yo, cuestionan no sólo las causas de la inoperancia gubernamental de años pasados —pero especialmente del sexenio anterior—, y nos preguntamos las causas y yerros del Estado fallido, que nos han llevado al punto de pensar en el que la única forma de recuperar la paz parezca ser la acción de una fuerza ajena.
Esto, precisamente, nos debería llevar a reflexionar sobre las fallas internas de la soberanía mexicana, que sigue permitiendo el crecimiento de un poder paralelo al Estado, un poder que hace y deshace sin restricciones.
Es fundamental recordar que la soberanía también debería significar libertad, justicia y seguridad. Y si un Estado no puede garantizar estos elementos, entonces la soberanía se convierte en una ilusión, un símbolo despojado de significado.
La situación de México expone una triste realidad: el concepto de soberanía, en su forma actual, no logra proteger ni la vida, ni la libertad de su gente.
Para muchos, aceptar ayuda externa sería admitir el fracaso. Pero ¿no es ya un fracaso mayor aceptar la violencia y la muerte como parte del paisaje cotidiano? ¿De qué sirve un concepto de soberanía que, en vez de proteger, condena a sus ciudadanos a vivir bajo el yugo de la delincuencia? La soberanía debe ser un medio para preservar la libertad, no un obstáculo para su recuperación.
México necesita redefinir lo que entiende por soberanía y poner al centro de esa redefinición la seguridad de sus ciudadanos. De lo contrario, seguiremos viendo cómo las palabras vacías sobre la independencia y la autonomía se estrellan contra la cruda realidad de un país atrapado en el miedo.
Esta es una invitación a replantear el verdadero propósito de la soberanía, a exigir que ésta no sea solo un escudo de discursos floridos y patrioteros, sino una herramienta real de protección para la vida y la libertad de quienes habitamos este país.
En última instancia, México necesita una soberanía que sea útil a sus ciudadanos, una soberanía que no ignore las vidas que están en juego. Porque, en efecto, esa pregunta que me transmitió esa aguda lectora sobre mi última publicación, es cada vez más difícil de responder: “¿para qué sirve la soberanía, si estamos perdiendo la libertad y la vida a manos de los criminales?”