Teléfono rojo
–¿Y qué nos ofreces, de nuevo, Andrés? ¡Dices que todo va a cambiar pero no veo cómo, pues!–, le gritó el sudoroso sexagenario que se limpiaba el sudor de la frente con un paliacate que alguna vez fue rojo.
Desde el templete, Andrés aguzó la mirada y la clavó en el hombre cuyos huaraches de correa eran una delgada lengua que lamía el piso polvoriento y lleno de abrojos, en esa plaza recordada cada tres y seis años.
Fiel a la improvisación, a zafarse de situaciones embarazosas, Andrés respondió con una pregunta:
–¿Y tú qué ofreces? Dame tu voto; quiero el voto de todos para lograr el cambio, para echar de Los Pinos a la pandilla que se apoderó del poder junto con los panistas. Yo tengo experiencia para gobernar, soy honrado, no soy un ladrón como los que han hundido al país.
–¿Cuál experiencia, Andrés? ¿Cuál cambio? ¡Eres igualito que los de siempre! ¡Naciste en el PRI!—replicó el hombre de menuda figura que llevaba el morral al hombro; la correa de palma amenazaba con desgarrar la camisa de manta percudida.
Y en su entorno comenzaron a gritarle ¡fuera!, ¡fuera! Dos mujeres robustas lo miraron casi con desprecio y el resto de la multitud urgió a Andrés a desoír al crítico.
–¡Déjenlo!, déjenlo…
–Mira, Andrés, no nos quieras hacer pendejos. Tu gente ya fue a las rancherías y a los barrios, ésos que ves por allá en esos cerros pelones por donde sale el sol, y les ofrecieron láminas de cartón y cemento y hasta varilla pa´ levantar sus casas, pero se las entregan hasta que demuestren que votaron por ti. No nos digas mentiras.
–¡No miento! Identifica a quienes te hicieron la oferta, porque seguramente ni son de mi gente. Deben ser del PRI, esos que han comenzado a operar porque tienen miedo, porque saben que van a perder y buscan desprestigiarme–, insistió Andrés en la réplica.
Ya era diálogo y el sexagenario campesino había logrado llamar la atención del candidato. Sabía a lo que se exponía en medio de ese mitin. Pero, pensó, “qué chingaos, ya me metí en esto y a ver qué cuentas le llevo a la mujer, porque ella dice que si nos ofrecen una gorra, dinero, varilla o cemento, pus hay que agarrarlo y luego uno vota por quién se le hinche la regalada gana. ¡Sí pues!”
¡Cállenlo!, gritó una mujer enfundada en ajustado pantalón de mezclilla y playera blanca con las siglas de la alianza que candidateaba a Andrés. No encajaba con el resto de los asistentes al mitin. Destacaba su porte, acento y fisonomía.
Pero dio en el clavo y otras voces se unieron a su demanda y eso alegró la mirada a Andrés que retomó el discurso y se fue por el mismo rumbo de la oferta del maná que caerá sobre México si es Presidente; de la honestidad valiente que está abierta al escrutinio público –aunque no dice cómo–, de la oferta de espacios para todos los jóvenes en la universidad pública. En fin.
El sexagenario optó por retirarse del mitin, entre mentadas de madre y chiflidos de sus coterráneos que, contra lo dicho por Andrés, habían recibido playeras. Y cuando llegó a su casa confió a su mujer:
–Casi me linchan en la reunión esa del perredé. Pero, mira vieja, si vuelven los del PRI y te ofrecen cemento, acepta y diles que votarás por sus candidatos. Y si vienen del perredé pa´ lo mismo, también agarra lo que ofrezcan porque no los vamos a volver a ver; si nos va bien, los vemos dentro de tres años.
Total –prosiguió—ellos prometen y nosotros hacemos como que les creemos. Son igualitos. Yo no le encuentro la diferencia en lo que dice este Andrés y el del PRI. ¿Qué nos dan cemento? Pos les agarramos el cemento. Y si nos dan varilla, pos bienvenida la varilla. Ya veremos si votamos por ellos. ¿Oye, que hay una señora que quiere ser presidenta?