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MORELIA, Mich., 16 de julio de 2017.- Estas mañanas nebulosas y frías, cuando las gotas de lluvia se funden en el verdor del lago de Camécuaro y provocan ondas que se multiplican y juegan con el reflejo del follaje de los ahuehuetes o sabinos, los aromas de la campiña y los fogones se mezclan y son arrastrados por el viento.
Uno mira, desde alguna de las bancas, las raíces de los sabinos añejos y arrugados que asoman a la superficie y forman trenzas que se prolongan a lo largo de la orilla del lago, donde adquieren formas que despiertan la imaginación y cautivan los sentidos. Los troncos retorcidos se unen como si alguien hubiera esculpido un lenguaje caprichoso.
Las burbujas de los manantiales surgen de la intimidad de la tierra y se funden en el manto acuático, donde las ramas se mantienen inclinadas como para complementar su belleza con sus tonalidades cafés y verdosas y complementarse con los matices azulados y grises del cielo.
Uno, al pasear y caminar por la orilla del lago de Camécuaro, en el municipio michoacano de Tangacícuaro, admira los troncos que emergen y extienden sus raíces hacia la tierra, entrelazadas un día y otro, tejidas durante años incontables, hasta formar nudos y figuras de natural encanto. Parecen brazos que agarran la tierra, la orilla.
Es cierto, a los niños, a las familias, a los enamorados, a los turistas, a toda la gente le fascina tomarse fotografías en tal escenario y así raptar trozos, momentos, recuerdos de un rincón que parece arrancado de algún sueño.
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